Ojos que no lee, corazón que no siente
Ojos que no leen, corazón que no siente.
"A los pinches chamacos"Francisco Hinojosa Ciudad de México, (1954-)
Soy un pinche chamaco. Lo sé porque todos lo saben. Ya deja, pinche chamaco. Deja allí, pinche chamaco. Qué haces, pinche chamaco. Son cosas que oigo todos los días. No importa quién las diga. Y es que las cosas que hago, en honor a la verdad, son las que haría cualquier pinche chamaco. Si bien que lo sé.
Una vez me dediqué a matar moscas. Junte setentaidós y las guardé en una bolsa de plástico. A todos les dio asco, a pesar de que las paredes no quedaron manchadas porque tuve el cuidado de no aplastarlas. Sólo embarré una, la más gorda de todas. Pero luego la limpié. Lo que menos les gustó, creo, es que las agarraba con la mano. Pero la verdad es que eran una molestia. Lo decía mi mamá: pinches moscas. Lo dijo papá: pinche calor: no aguanto a las moscas: pinche vida. Hasta lo dije yo: voy a matarlas. Nadie dijo que no lo hiciera. En cuanto se fueron a dormir su siesta, tomé el matamoscas y maté setentaidós. Concha me vio cómo tomaba las moscas muertas con la mano y las metía en una bolsa de plástico. Les dijo a ellos. Y ellos me dijeron pinche chamaco, no seas cochino. En vez de agradecérmelo. Y me quitaron el matamoscas y echaron la bolsa al cesto y me volvieron a decir pinche chamaco hijo del diablo.
Yo ya sabía entonces que lo que hacía es lo que hacen todos los pinches chamacos. Como Rodrigo. Rodrigo deshojó un ramo de rosas que le regalaron a su madre cuando la operaron y le dijeron pinche chamaco. Creo que hasta le dieron una paliza. O Mariana, que se robó un gatito recién nacido del departamento 2 para meterlo en el microondas y le dijeron pinche chamaca.
Los pinches chamacos nos reuníamos a veces en el jardín del edificio. Y no es que nos gustara ser a propósito unos pinches chamacos. Pero había algo en nosotros que así era, ni modo. Por ejemplo, un día a Mariana se le ocurrió excavar. Entre los tres excavamos toda una tarde: no encontramos tesoros: ni encontramos piedras raras para la colección: ni siquiera lombrices. Encontramos huesos. El papá de Rodrigo dijo: pinche hoyo. Y la mamá: son huesos. Vino la policía y dijo que eran huesos humanos. Yo no sé bien a bien lo que pasó allí, pero la mamá de Mariana desapareció algunos días. Estaba en la cárcel, me dijo Concha. Rodrigo escuchó que su papá había dicho que ella había matado a alguien y lo había enterrado allí. Cuando volvió, supe que todos éramos unos pinches chamacos metiches pendejos. Rodrigo me aclaró las cosas: la policía pensaba que ella había matado a alguien pero no, se había salvado de las rejas. ¿Qué son las rejas?, pregunté. La cárcel, buey.
Ya no volvimos a jugar a excavar. Tampoco pudimos vernos durante un buen tiempo. A mí, mis papás me decían que no debía juntarme con ellos. A ellos les dijeron lo mismo, que yo era un pinche chamaco desobligado mentiroso. A Rodrigo le dieron unos cuerazos.
Tiempo después, cuando ya a nadie le importó que los pinches chamacos volviéramos a vernos, Mariana tuvo otra ocurrencia: hay que excavar más. No ¿qué no ves lo que estuvo a punto de pasarle a tu mamá? No pasó nada, qué, dijo. Para que nadie nos viera, hicimos guardias. Excavamos en otra parte y no encontramos nada de huesos. Luego en otra: tampoco había huesos: pero sí un tesoro: una pistola. Debe valer mucho. Yo digo que muchísimo. A lo mejor con eso mataron al señor del hoyo. A lo mejor. Sí, hay que venderla.
Escondimos la pistola en el cuarto donde guarda sus cosas el jardinero. Rodrigo dijo que él sabía cómo se usan las pistolas. Mi papá tiene una y me deja usarla cuando vamos a Pachuca. Mariana no le creyó. Has de ver mucha televisión, eso es lo que pasa.
Al día siguiente la volvimos a sacar y la envolvimos en un periódico. ¿Cómo la vendemos? ¿A quién se la vendemos? Al señor Miranda, el de la tienda. Fuimos con el señor Miranda y nos vio con unos ojos que se le salían. Nos dijo: se las voy a comprar sólo por que me caen bien. Sí, sí. Bueno. Pero nadie debe saberlo, ¿eh? Nos dio una caja de chicles y cincuenta pesos. El resto de la tarde nos dedicamos a mascar hasta que se acabó la caja.
A la semana siguiente, la colonia entera sabía que el señor Miranda tenía una pistola. La verdad, yo no se lo dije a nadie, sólo a Concha. Y lo único que se le ocurrió decirme fue pinche chamaco. Lo que inventas. O que dices. Tu imaginación. Hasta que el señor Miranda nos llamó un día y nos dijo: ya dejen, pinches chamacos. Dedíquense a otras cosas. Déjense de chismeríos. Pónganse a jugar. Nos dio tres paletas heladas para que lo dejáramos de jorobar.
En esos días, para no aburrirnos, nos dedicamos a juntar caracoles. Nos gustaba lanzarlos desde la azotea. O les echábamos sal para ver cómo se deshacían. O los metíamos en los buzones. En poco tiempo ya no había manera de encontrar un solo caracol en todo el jardín. Luego quisimos seguir juntando piedras raras, pero alguien nos tiró la colección a la basura. O deplanamente se la robó.
Fue entonces cuando decidimos escapar. Fue idea de Mariana.
Me puse mi chamarra y saqué mi alcancía, que la verdad no iba a tener muchas monedas porque Concha toma dinero de ahí cuando le falta para el gasto. Mariana también salió con su chamarra y con la billetera de su papá. Hay que correrle, decía, si se dan cuenta nos agarran. Rodrigo no llevó nada.
Caminamos como una hora. Llegamos a una plaza que ninguno de los tres conocíamos. ¿Y ahora?, preguntó Rodrigo. Hay que descansar, pedí. Yo tengo hambre. Yo también. Vamos a un restaurante. ¿Dónde hay uno? Le podemos preguntar a ese señor. Señor, ¿sabe dónde hay un restaurante? Sí, en esa esquina, ¿qué no lo ven?
Era un restaurante chiquito. Rodrigo nos contó qué él había ido a muchos restaurantes en su vida. La carta, le dijo el señor. Nos trajo hamburguesas con queso y tres cocas. ¿Quién va a pagar?, preguntó el señor. Yo, dijo Mariana, y sacó la billetera de su papá. Está bien. Escuchamos que le decía al cocinero pinches chamacos si serán bien ladrones.
Nos dio las tres hamburguesas y las tres cocas. Comimos. Y Mariana pagó.
Y ahora, ¿qué hacemos? Cállate, me calló Mariana. Mi papá ya debe haberse dado cuenta de que le falta su billetera. ¿Estás preocupada? ¿Por qué?, ya nos fuimos, ¿o no? Sí. Y ahora, ¿qué hacemos?
Vamos a platicar con el señor Miranda.
Rodrigo hizo parada a un taxi. Llévenos a la calle Argentina. ¿Quién pagará? Mariana le enseñó la billetera. Pinches chamacos le robaron el dinero a sus papás, ¿verdad? ¿Nos va a llevar o no?, le preguntó Rodrigo. Ustedes pagan, dijo.
El taxista nos llevó a unas pocas cuadras de allí. Era una calle solitita. Ahora denme el dinero. No, qué. Miren, pinches chamacos, o me lo dan o los mato. Es nuestro. Se los voy a robar como ustedes lo robaron, ¿verdad? También tu alcancía, me dijo. Yo le di la alcancía. Así es, pinches chamacos. Y ahora bájense.
Pinche viejo, dijo Mariana. Si hubiera tenido la pistola, le doy un balazo, dijo Rodrigo. Deplanamente. Me dan ganas de ahorcarlo. Sin dinero ya no podemos ir a un hotel. Yo he ido a muchos hoteles, dijo Rodrigo. Pero sin dinero… Por qué no vamos con el señor Miranda a pedirle nuestra pistola. Sí, eso es. La pistola. A ver así quién se atreve a robarnos.
Un señor nos dijo hacia dónde quedaba Argentina. Y luego: ¿están perdidos? Sí, un poco perdidos. Sigan derecho, derecho hasta Domínguez, ahí dan vuelta a la izquierda, ¿Me entendieron? ¿Saben cuál es Domínguez? Yo no sabía, pero Mariana dijo que ella sí. La verdad, era un señor muy amable.
Para no hacer el cuento largo, llegamos con el señor Miranda cuando ya era de noche. ¿Y ahora qué quieren?, nos preguntó, ya voy a cerrar. Queremos la pistola. Sí, y que nos venda unas balas. Miren, pinches chamacos, ya les dije que se dejaran de chismes. Tomen un chicle y váyanse. No, la verdad queremos sólo la pistola. Voy a cerrar, así es que lárguense sin chicles, ¿entendieron?
Rodrigo tomó una bolsa de pinole, la abrió y le echó un buen puñado en los ojos al pobre señor Miranda. Pinches chamacos, van a ver con sus papás. El viejito se cayó al piso. Yo me le eché encima de la cabeza y le jalé los pelos. Mientras, Mariana le pellizcaba un brazo con todas sus ganas. Busca la pistola, córrele, le dijimos a Rodrigo. ¿Dónde? Allí abajo. No, no está. Allí, junto a la caja. Suéltenme, pinches chamacos, gritaba. Tampoco, no está aquí. ¿Dónde está, pinche viejo? Si no me sueltan… Aquí está, gritó Rodrigo, aquí está. ¿Dónde estaba? En el cajón.
Y ahora qué. ¿Lo matamos? Mariana se había abrazado de las piernas del señor Miranda para que no se moviera tanto. Ve si tiene balas. Sí, si tiene balas. ¿Le damos un plomazo? ¿Qué es plomazo? Que si lo matamos, buey. Sí, mátalo. Pinches chamacos…
El ruido del disparo fue horroroso, yo pensaba que los balazos no sonaban tanto. Al pobre del señor Miranda le salió mucha sangre de la cabeza y se quedó muerto. ¿Está muerto? Pues sí, ¿qué no te das cuenta? Ya ven cómo sí sé disparar pistolas. Puta, dijo Mariana. Sí, puta.
Vámonos antes de que llegue alguien. Nos fuimos por Argentina, derechito, corriendo a todo lo que podíamos. Hasta que llegamos cerca de la escuela de Rodrigo. Pinche chamaca, dijo una señora con la que se tropezó Mariana, fíjate por dónde caminas.
No sé cómo lo hizo, pero Rodrigo sacó rapidísimamente la pistola y le dio un plomazo en la panza. La señora cayó al piso y empezó a gritar. No está muerta, le dije, tienes que darle otro plomazo. Rodrigo le dio otro plomazo en la cabeza.
Ahora sí, comprobó Mariana, está fría. ¿La tocaste o qué? Está muerta, buey.
Al parecer, otros oyeron el ruido del balazo porque la gente se juntó alrededor de la muerta. Rodrigo se había guardado ya la pistola en la bolsa de su chamarra.
¡Llamen a una ambulancia! ¡Llamen a la policía! ¡Llamen a alguien! ¡La mataron! Yo creo que fue un balazo. ¿Ya le tomaron el pulso? Yo lo oí. Salí corriendo de la casa a ver qué pasaba y me encuentro con que… Yo vi correr a un hombre. Llevaba una pistola en la mano. Debes atestiguar. Claro, nomás venga la policía. No, no respira. Quítense, pinches chamacos, qué no ven que está muerta. No hay seguridad en esta colonia. Es un pinche peligro. ¿Le robaron la bolsa? Sí, yo vi que el hombre corría con la pistola y la bolsa de la señora. Era una bolsa blanca… ¿Qué no oyeron, pinches chamacos metiches? Si sus papás los vieran haciendo bulto… Eran dos, llevaban pistolas y la bolsa… Yo la conozco es Mariquita, la de don Gustavo. Lo triste que se va a poner el hombre.
En cuanto oímos el ruido de las sirenas, Mariana dijo mejor vámonos, podemos tener problemas.
No debimos matarla, les dije mientras caminábamos hacia la avenida. Fue culpa de ella. Además, así son las cosas, a mucha gente la matan igual, en la calle, con pistola. No debes preocuparte. Dicen que te vas al cielo cuando te matan a balazos. Sí, es cierto, yo ya había oído eso. ¿Tú crees que el señor Miranda se vaya al cielo? Claro, tonto.
Mariana le hizo la parada a un taxi. ¿A dónde vamos? No tenemos dinero para pagarle. Ay, qué ingenuo eres, me dijo. A la calle de López, dijo Rodrigo. ¿Cuál calle de López? ¿Saben qué hora es? No, le dije. Son las diez. ¿Nos va a llevar o no?, le preguntó Mariana. Miren, pinches chamacos, si sus papás los dejan andar a estas horas tomando taxis no es mi problema, así es que largo, largo de aquí. Rodrigo sacó la pistola y le apuntó a la cara. Ah, pinche chamaco, además te voy a dar una paliza por andarme jodiendo.
Y cuando le iba a quitar la pistola, Rodrigo disparó el plomazo con las dos manos. Le entró la bala por el ojo. Lo mandamos derechito al cielo, qué duda.
Yo sé manejar, dijo Rodrigo. Pero no fue cierto, en cuanto pudimos hacer a un lado al taxista, Rodrigo trató de echar a andar el coche y no pudo. Debes meterle primera. Ya sé; ya sé. Déjame a mí, dijo Mariana. Se puso al volante, metió la primera y el coche caminó un poco, dando saltos. Mejor vamos a pie, les dije. Sí, este coche no funciona muy bien.
Antes de abandonar el taxi, Rodrigo esculcó en los bolsillos del taxista hasta que encontró el dinero. Hay más de cien pesos. Quítale también el reloj. Luego lo vendemos. Mariana guardó el dinero, yo me puse el reloj y Rodrigo se escondió la pistola en la chamarra.
En el hotel fue la misma bronca, que si dónde están sus papás, que si saben qué hora es, que si un hotel no es para que jueguen los chamacos, que si alquilar un cuarto cuesta, que dónde está el dinero. Váyase a la chingada, dijo Rodrigo alfinmente, y todos echamos a correr.
Caminamos un rato hasta que Mariana tuvo una buena idea. Ya sé, podríamos ir a dormir a casa de la señora Ana Dulce. ¿Con esa pinche vieja? Sí, buey, dijo Rodrigo, nos metemos en su casa, le damos un plomazo y nos quedamos allí a dormir. Puta, que si es buena idea…
La señora Ana Dulce nos abrió. ¿Qué quieren? ¿Nos deja usar su teléfono?, le dijimos para guaseárnosla. Pinches chamacos, ¿saben qué hora es? Nos metimos a la casa sin importarnos las amenazas de la vieja: voy a llamarle a la policía para decirle que se escaparon de sus casas. Van a ver la cueriza que les van a poner. Vi cómo Mariana discutía con Rodrigo. Ahora me toca a mí. Si tú no sabes… Al parecer ganó Mariana porque tomó el arma y le disparó un plomazo a la señora Ana Dulce. Le dio en una pata. Luego disparó por segunda vez. ¿Qué tal?, dijo, te apuesto a que le di en el corazón. Yo pensaba lo mismo, a pesar de que la vieja chillaba del dolor como una loca y se retorcía en el piso. Al rato se calló.
La guardamos en un clóset. Rodrigo decía que era un cadáver. Luego cenamos pan con mantequilla y mermelada y nos metimos los tres a la cama con la pistola abajo de la almohada.
Durante los siguientes diez días no le dimos plomazos a nadie más. Nos quedaba una bala. Íbamos al parque todas las mañanas y comíamos y dormíamos en casa del cadáver, hasta que el espantoso olor del clóset nos hizo salir corriendo.
Ese día tuvimos la mala suerte de encontrarnos frente a frente con el papá de Mariana. ¡Pinches chamacos!, nos gritó. ¡Cómo los he buscado! ¡Van a ver la que les espera!
Nos esperaba una que ni la imaginábamos… A todos nos agarraron a patadas y cuerazos y cachetadas y puntapiés. Yo oía cómo gritaban Mariana y Rodrigo. MI mamá me dio un puñetazo en la cara que me sacó sangre de la nariz, y mi papá, un zopaco en la boca que casi me tira un diente. Por más que lloraba, no dejaban de darme y darme como a un perro.
Tardé un poco en dormirme. Pero en un ratito me desperté con el ruido de un plomazo. Ya Rodrigo debe haberse echado a sus papás, pensé. Luego se empezaron a oír gritos. Mis papás se despertaron también y corrieron a la puerta para ver qué pasaba.
La mamá de Rodrigo gritaba: ¡Lo mató, lo mató, lo mató! ¡El pinche chamaco lo mató! Cálmese, señora, quién mató a quién. Rodrigo salió en ese momento con la pistola en la mano. Córrele, me dijo a mí, antes de que nos agarren. Esto es la guerra. ¿Y Mariana?, le pregunté. Hay que ir por ella. No, qué, córrele.
Y sí: corrimos a madres. Fue un alivio encontrarnos con nuestra amiga en la calle. Ya se echó a sus papás, le anuncié. Puta, dijo Mariana, eso me imaginé. Y nos echamos a correr como si nos persiguiera una manada de perros rabiosos. No paramos hasta que Rodrigo se tropezó con una piedra y fue a dar al suelo. Le salía sangre de la cabeza.
Qué madrazo me di, nos dijo medio apendejado. Y sí que era un buen madrazo. Hasta se le veía un poco del hueso.
Los tres teníamos la piyama puesta y ellos dos estaban descalzos. Sólo yo tenía puestos los calcetines. ¿Me los prestas un rato?, me pidió Mariana, está haciendo mucho frío. Se los presté.
¿Y ahora qué hacemos? Ni modo que volver a casa del cadáver. Todavía tenemos la pistola, ¿o no?, podemos meternos a una casa y matar a quien nos abra. No seas buey, eso está cabrón. Además ya no tenemos balas. ¿Cómo se te ocurre que ahorita alguien nos va a abrir la puerta? Es cierto, somos unos matones. No es por eso.
Me dieron ganas de orinar del frío que estaba haciendo. Una parte me hice en los calzones y otra sobre la llanta de un coche. Pinche cochino, me dijo Mariana. A Rodrigo le dio risa.
Caminamos un rato hasta que nos encontramos con una casa que tenía las ventanas rotas. Debe estar abandonada. Seguro. Terminamos de romper uno de los cristales y nos metimos. Estaba oscurísimo.
Encontramos un cuarto en el que se metía un poquito de la luz de la calle. Hicimos a un lado los escombros y nos echamos al piso, muy juntos para tratar de calentarnos, hasta que nos quedamos dormidos, alfinmente dormidos.
A la mañana siguiente, con los huesos adoloridos, desperté a los otros. Pudimos ver ahora sí el cuarto en el que habíamos dormido. Estaba muy húmedo y sucio. Había latas vacías de cerveza, colillas de cigarros, bolsas de plástico, cáscaras de naranja y cantidad de tierra. Olía a puritita mierda.
Mariana tiritaba de frío, aunque estaba calientísima. Es calentura, estoy seguro, les dije. Un calenturón como para llamar al doctor. Cuál doctor, se encabronó Rodrigo. ¿Qué sientes?, le pregunté. Ella ni contestó. Sólo tiritaba y tiritaba.
Hay que comprar aspirinas. Es cierto, le dije. Rodrigo se ofreció a buscar una farmacia mientras yo cuidaba a Mariana.
Esperamos horas y horas hasta que a Mariana se le quitó la temblorina. Cuando me dijo que ya se sentía bien le expliqué que Rodrigo había ido a buscar una farmacia para comprarle aspirinas y que todavía no regresaba. Pues ya se tardó. Claro que ya se tardó. Algo debe haberle pasado.
Lo buscamos hasta que nos perdimos y ya no sabíamos cómo regresar a la casa donde habíamos dormido. Teníamos un hambre espantosa. Y sin dinero. Y sin pistola. Y sin casa donde nos dieran de comer.
Lo demás fue idea de Mariana. En un semáforo nos pusimos a pedir dinero a los conductores de los coches. Cuando llenamos los bolsillos de monedas las contamos: eran nueve pesos con veinte centavos. En una tienda compramos dos bolsas de papas y dos refrescos.
Después de comer nos acostamos en el pastito del camellón. Durante mucho tiempo nos pusimos a hablar de Rodrigo. ¿Qué le había pasado? Sabe. ¿Lo habrá agarrado la policía por matar a sus papás? A lo mejor sólo está perdido. Como nosotros. O quizá lo agarraron cuando quiso matar al de la farmacia. ¿Cómo, si no tiene balas? O lo atropellaron. Quién sabe. O le dieron un plomazo por metiche.
Se hizo de noche y no teníamos dónde dormir. No nos quedó otra más que preguntar por la calle de López para ir a casa de la señora Ana Dulce. Aunque oliera feo, al menos habría una cama.
Tardamos como dos horas en llegar. Afuera de la casa de la señora Ana Dulce había un policía. Yo creo que… Sí, sí, no necesitas explicarme nada. ¿Qué hacemos? Puta, ahora sí me la pones canija.
Nos metimos a dormir a un terreno baldío en el que había ratas. Puta madre que estoy seguro. La pasamos delachingadamente.
Despertamos mojados y con el pelo hecho hielitos. Teníamos un hambre espantosa. Y si vamos a la casa. ¿Qué dices? No ves que Rodrigo se echó a su papá. Pues Rodrigo es Rodrigo. A lo mejor ahorita ya está muerto.
Concha fue la primera en vernos: pinches chamacos, van a ver la que les espera.
Y es cierto: la que nos esperaba… Pero, con el carácter de Mariana, tampoco se imaginaron nunca la que les esperaba a ellos.
"Si me tocaras el corazón"(se aconseja que copies todo el texto, si deseas verlo, cuenta con análisis de la obra)Isabel Allende, Chile, 1943-.
...por un tiempo se extasiaron en una intimidad absoluta que confundieron con el amor..
Amadeo Peralta se crió en la pandilla de su padre y llegó a ser un matón, como todos los hombres de su familia. Su padre opinaba que los estudios son para maricones, no se requieren libros para triunfar en la vida, sino cojones y astucia, decía, por eso formó a sus hijos en la rudeza. Con el tiempo, sin embargo, comprendió que el mundo estaba cambiando muy rápido y que sus negocios necesitaban consolidarse sobre bases más estables. La época del pillaje desenfadado había sido reemplazada por la corrupción y el despojo solapado, era hora de administrar la riqueza con criterio moderno y mejorar su imagen. Reunió a sus hijos y les impuso la tarea de hacer amistad con personas influyentes y aprender asuntos legales, para que siguieran prosperando sin peligro de que les fallara la impunidad. También les encomendó buscar novias entre los apellidos más antiguos de la región, a ver si lograban lavar el nombre de los Peralta de tanta salpicadura de barro y de sangre. Para entonces Amadeo había cumplido treinta y dos años y tenía muy arraigado el hábito de seducir muchachas para luego abandonarlas, de modo que la idea del matrimonio no le gustó nada, pero no se atrevió a desobedecer a su padre. Comenzó a cortejar a la hija de un hacendado cuya familia había vivido en el mismo lugar por seis generaciones. A pesar de la turbia fama del pretendiente, ella lo aceptó, porque era muy poco agraciada y temía quedarse soltera.
Ambos iniciaron entonces uno de los aburridos noviazgos de provincia, incómodo en su traje de lino blanco y sus botines lustrados, Amadeo la visitaba todos los días bajo la mirada atenta de la futura suegra o de alguna tía, y mientras la señorita servía café y pasteles de guayaba, él atisbaba el reloj calculando el momento oportuno de despedirse.
Pocas semanas antes de la boda, Amadeo Peralta tuvo que hacer un viaje de negocios por la provincia. Así llegó a Agua santa, uno de esos lugares donde nadie se queda y cuyo nombre los viajeros rara vez recuerdan. Pasaba por una calle angosta, a la hora de la siesta, maldiciendo el calor y ese olor dulzón de mermelada de mangos que agobiaban el aire, cuando escuchó un sonido cristalino como de agua deslizándose entre piedras, que provenía de una casa modesta, con la pintura descascarada por el sol y la lluvia, como casi todas por allí. A través de la reja divisó un zaguán de baldosas oscuras y paredes encaladas, al fondo un patio y más allá la visión sorprendente de una muchacha sentada en el suelo con las piernas cruzadas, sosteniendo sobre las rodillas un salterio de madera rubia. Se quedó un rato observándola.
-Ven, niña -la llamó, por último. Ella levantó la cara y a pesar de la distancia él distinguió los ojos asombrados y la sonrisa incierta en un rostro todavía infantil-. Ven conmigo -mandó, imploró Amadeo con la voz seca.
Ella vaciló. Las últimas notas quedaron suspendidas en el aire del patio como una pregunta. Peralta la llamó de nuevo, ella se puso de pie y se acercó, él metió el brazo entre los barrotes de la reja, corrió el pestillo, abrió la puerta y la cogió de la mano, mientras le recitaba todo su repertorio de galán, jurándole que la había visto en sueños, que la había buscado toda su vida, que no podía dejarla ir y que era la mujer destinada para él, todo lo cual podía haber omitido, porque la muchacha era simple de espíritu y no comprendió el sentido de sus palabras, aunque tal vez la sedujo el tono de la voz. Hortensia había cumplido recién quince años y su cuerpo estaba listo para el primer abrazo, aunque ella no lo sabía ni podía darle un nombre a esas inquietudes y temblores.
Para él fue tan fácil llevarla hasta su coche y conducirla a un descampado, que una hora después ya la había olvidado por completo. Tampoco pudo recordarla cuando una semana más tarde ella apareció de súbito en su casa, a ciento cuarenta kilómetros de distancia, vestida con un delantal de algodón amarillo y alpargatas de lona, con su salterio bajo el brazo encendida por la fiebre del amor.
Cuarenta y siete años más tarde, cuando Hortensia fue rescatada del foso donde había permanecido sepultada y los periodistas viajaron de todas partes del país para fotografiarla, ni ella misma sabía ya su nombre ni como llegó hasta allí.
-¿Por qué la tuvo encerrada como una bestia miserable? -acosaron los reporteros a Amadeo Peralta.
-Porque se me dio la gana -replicó él calmadamente. Para entonces ya tenía ochenta años y estaba tan lúcido como siempre, pero no comprendía aquel alboroto tardío por algo ocurrido tanto tiempo atrás.
No estaba dispuesto a dar explicaciones. Era hombre de palabra autoritaria, patriarca y bisabuelo, nadie se atrevía a mirarlo a los ojos y hasta los curas lo saludaban con la cabeza inclinada. En su larga vida acrecentó la fortuna heredada de su padre, se adueñó de todas las tierras desde las ruinas del fuerte español hasta los límites del Estado y después se lanzó a una carrera política que lo convirtió en el cacique más poderoso de la zona. Se casó con la hija fea del hacendado, con ella tuvo nueve descendientes legítimos y con otras mujeres engendró un número impreciso de bastardos, sin guardar recuerdos de ninguna porque tenía el corazón definitivamente mutilado para el amor. A la única que no pudo descartar del todo fue a Hortensia, porque se le quedó pegada en la conciencia como una persistente pesadilla. Después del breve encuentro con ella entre las yerbas de un terreno baldío, regresó a su casa, su trabajo y su desabrida novia de familia honorable.
Fue Hortensia quien lo buscó hasta encontrarlo, fue ella quien se le atravesó por delante y se aferró a su camisa con una aterradora sumisión de esclava. Vaya lío, pensó él entonces, yo a punto de casarme con pompa y fanfarria y esta niña desquiciada se me cruza en el camino. Quiso deshacerse de ella, pero al verla con su vestido amarillo y sus ojos suplicantes le pareció un desperdicio no aprovechar la oportunidad y decidió esconderla mientras se le ocurría alguna solución.
Y así, casi por descuido, Hortensia fue a parar al sótano del antiguo ingenio de azúcar de los Peralta, donde permaneció enterrada durante toda su vida. Era un recinto amplio, húmedo, oscuro asfixiante en verano y frío en algunas noches de la temporada seca, amoblado con unos cuantos trastos y un jergón. Amadeo Peralta no se dio tiempo para acomodarla mejor, a pesar de que algunas veces acarició la fantasía de convertir a la muchacha en una concubina de cuentos orientales, envuelta en tules leves y rodeada de plumas de pavo real, cenefas de brocado, lámparas de vidrios pintados, muebles dorados de patas torcidas y alfombras peludas donde él pudiera caminar descalzo. Tal vez lo habría hecho si ella le hubiera recordado sus promesas, pero Hortensia era como un pájaro nocturno, uno de esos guácharos ciegos que habitan al fondo de las cuevas, sólo necesitaba un poco de alimento y agua. El vestido amarillo se le pudrió en el cuerpo y acabó desnuda.
-El me quiere, siempre me ha querido -declaró cuando la rescataron los vecinos. En tantos años de encierro había perdido el uso de las palabras y la voz le salía a sacudones, como un ronquido de moribundo.
Las primeras semanas Amadeo pasó mucho tiempo en el sótano con ella, saciando su apetito que creyó inagotable. Temiendo que la descubrieran y celoso hasta de sus propios ojos, no quiso exponerla a la luz natural y sólo dejó entrar un rayo tenue a través de la claraboya de ventilación. En la oscuridad retozaron en el mayor desorden de los sentidos, con la piel ardiente y el corazón convertido en un cangrejo hambriento. Allí los olores y sabores adquirían una cualidad extrema. Al tocarse en las tinieblas lograban penetrar en la esencia del otro y sumergirse en las intenciones más secretas. En ese lugar sus voces resonaban con un eco repetido, las paredes les devolvían ampliados los murmullos y los besos. El sótano se convirtió en un frasco sellado donde se revolcaron como gemelos traviesos navegando en aguas amnióticas, dos criaturas turgentes y aturdidas. Por un tiempo se extraviaron en una intimidad absoluta que confundieron con el amor.
Cuando Hortensia se dormía, su amante salía a buscar algo de comer y antes de que ella despertara regresaba con renovados bríos a abrazarla de nuevo. Así debieron amarse hasta morir derrotados por el deseo, debieron devorarse el uno al otro o arder como una antorcha doble pero nada de eso ocurrió. En cambio, sucedió lo más previsible y cotidiano, lo menos grandioso. Antes de un mes, Amadeo Peralta se cansó de los juegos, que ya empezaban a repetirse, sintió la humedad royéndole las articulaciones y comenzó a pensar en todo lo que había al otro lado del antro. Era hora de volver al mundo de los vivos y recuperar las riendas de su destino.
-Espérame aquí, niña. Voy afuera a hacerme muy rico. Te traeré regalos, vestidos y joyas de reina -le dijo al despedirse.
-Quiero hijos -dijo Hortensia.
-Hijos no, pero tendrás muñecas.
En los meses siguientes Peralta se olvidó de los vestidos, las joyas y las muñecas. Visitaba a Hortensia cada vez que se acordaba, no siempre para hacer el amor, a veces sólo para oírla tocar alguna melodía antigua en el salterio, le gustaba verla inclinada sobre el instrumento pulsando las cuerdas. En ocasiones llevaba tanta prisa que no alcanzaba a cruzar ni una palabra con ella, le llenaba los cántaros de agua, le dejaba una bolsa de provisiones y partía. Cuando se olvidó de hacerlo por nueve días y la encontró moribunda, comprendió la necesidad de conseguir alguien que lo ayudara a cuidar a su prisionera, porque su familia, sus viajes, sus negocios y sus compromisos sociales lo mantenían muy ocupado.
Una india hermética le sirvió para este fin. Ela guardaba la llave del candado y entraba regularmente a limpiar el calabozo y limpiar los líquenes que le crecían a Hortensia en el cuerpo como una flora delicada y pálida, casi invisible al ojo desnudo, olorosa a tierra removida y a cosa abandonada.
-¿No tuvo lástima de esa pobre mujer? -le preguntaron a la india cuando también a ella se la llevaron detenida, acusada de complicidad en el secuestro, pero ella no contestó y se limitó a mirar de frente con ojos impávidos y lanzar un escupitajo negro de tabaco.
No, no tuvo lástima porque creyó que la otra tenía vocación de esclava y por lo mismo era feliz siéndolo, o que era idiota de nacimiento y, como tantos en su condición, mejor estaba encerrada que expuesta a las burlas y peligros de la calle. Hortensia no contribuyó a cambiar la opinión que su carcelera tenía de ella, jamás manifestó alguna curiosidad por el mundo, no intentó salir a respirar aire limpio ni se ..... de nada. Tampoco parecía aburrida, su mente estaba detenida en algún momento de la infancia y la soledad terminó por perturbarla del todo. En realidad se fue convirtiendo en una criatura subterránea. En esa tumba se agudizaron sus sentidos y aprendió a ver lo invisible, la rodearon alucinantes espíritus que la conducían de la mano por otros universos.
Mientras su cuerpo permanecía encogido en algún rincón, ella viajaba por el espacio sideral como una partícula mensajera, viviendo en un territorio oscuro, más allá de la razón. Si hubiera tenido un espejo para mirarse se habría aterrado de su propio aspecto, pero como no podía verse no percibió su deterioro, no supo de las escamas que le brotaron en la piel, de los gusanos de seda que anidaron en su largo cabello convertido en estopa, de las nubes plomizas que le cubrieron los ojos ya muertos de tanto atisbar en la penumbra.
No sintió como le crecían las orejas para captar los sonidos externos, aun los más tenues y lejanos, como la risa de los niños en el recreo de la escuela, la campanilla del vendedor de helados, los pájaros en vuelo, el murmullo del río. Tampoco se dio cuenta de que sus piernas antes graciosas y firmes, se torcieron para acomodarse a la necesidad de estar quieta y de arrastrarse, ni que las uñas de los pies le crecieron como pezuñas de bestia, los huesos se le transformaron en tubos de vidrio, el vientre se le hundió y le salió una joroba. Sólo las manos mantuvieron su forma y tamaño, ocupadas siempre en el ejercicio del salterio, aunque ya sus dedos no recordaban las melodías aprendidas y en cambio le arrancaban al instrumento el llanto que no le salía del pecho.
De lejos Hortensia parecía un triste mono de feria y de cerca inspiraba una lástima infinita. Ella no tenía conciencia alguna de esas malignas transformaciones, en su memoria guardaba intacta la imagen de sí misma, seguía siendo la misma muchacha que vio reflejada por última vez en el cristal en el cristal de la ventana del automóvil de Amadeo Peralta, el día que la condujo a su guarida. Se creía tan bonita como siempre y continuó actuando como si lo fuera, de ese modo el recuerdo de su belleza quedó agazapado en su interior y cualquiera que se le aproximara lo suficiente podía vislumbrar bajo su aspecto externo de enano prehistórico.
Entretanto Amadeo peralta, rico y temido, extendía por toda la región la red de su poder. Los domingos se sentaba a la cabecera de una larga mesa, con sus hijos y nietos varones; sus secuaces y cómplices, y con algunos invitados especiales, políticos y jefes militares a quienes trataba con una cordialidad ruidosa, no exenta de la altanería necesaria para que recordaran quién era el amo.
A sus espaldas se rumoreaba de sus víctimas; de cuantos dejó en la ruina o hizo desaparecer, de los sobornos a las autoridades, de que la mitad de su fortuna provenía del contrabando; pero nadie estaba dispuesto a buscar pruebas. Decían también que Peralta mantenía a una mujer prisionera en un sótano. Esta parte de su leyenda negra se repetía con mayor certeza que la de sus negocios ilegítimos, en verdad muchos lo sabían y con el tiempo se convirtió en un secreto a voces.
Una tarde de mucho calor, tres niños se escaparon de la escuela para bañarse en el río. Pasaron un par de horas chapoteando en el lodo de la orilla y luego se fueron a vagar cerca del antiguo ingenio de azúcar de los Peralta, cerrado desde hacía dos generaciones, cuando la caña dejó de ser rentable. El lugar tenía fama de hechizado, decían que se escuchaban ruidos de demonios y muchos habían visto por allí a una bruja desgreñada invocando a las ánimas de los esclavos muertos. Exaltados por la aventura, los muchachos se metieron en la propiedad y se acercaron al edificio de la fábrica. Pronto se atrevieron a entrar en las ruinas, recorrieron los amplios cuartos de anchas paredes de adobe y vigas roídas por el comején, sortearon la maleza crecida del suelo, los cerros de basura y mierda de perro, las tejas podridas y los nidos de culebras.
Dándose valor a fuerza de bromas, empujándose, llegaron hasta la sala de molienda, una habitación enorme abierta al cielo, con restos de máquinas despedazadas, donde la lluvia y el sol habían creado un jardín imposible y donde creyeron percibir un rastro penetrante de azúcar y sudor. Cuando empezaba a quitárseles el susto, oyeron con toda claridad un canto monstruoso. Temblando, trataron de retroceder, pero la atracción del horror pudo más que el miedo y se quedaron agazapados escuchando hasta que la última nota se les clavó en la frente. Poco a poco lograron vencer la inmovilidad, se sacudieron el espanto y empezaron a buscar el origen de esos extraños sonidos, tan diferentes a cualquier música conocida, y así dieron con una pequeña trampa a ras del suelo, cerrada con un candado que no pudieron abrir. Sacudieron la plancha de madera que cerraba la entrada y un indescriptible olor a fiera enjaulada les golpeó la cara. Llamaron, pero nadie respondió, sólo oyeron al otro lado un sordo jadeo. Entonces partieron corriendo a avisar a gritos que habían descubierto la puerta del infierno.
El barullo de los niños no pudo ser acallado y así los vecinos comprobaron finalmente lo que sospechaban desde hacía décadas. Primero llegaron las madres detrás de sus hijos a atisbar por las ranuras de la trampa, y ellas también escucharon las notas terribles del salterio, muy diferentes a la melodía banal que atrajo a Amadeo Peralta al detenerse en una callejuela de Agua Santa para secarse el sudor de la frente. Detrás de ellas acudió un tropel de curiosos y por último, cuando ya se había juntado una muchedumbre, aparecieron los policías y los bomberos, que hicieron saltar la puerta a hachazos y se metieron al hoyo con sus lámparas y sus bártulos de incendio. En la cueva encontraron a una criatura desnuda, con la piel fláccida colgando en pálidos pliegues, que arrastraban unos mechones grises por el suelo y gemía aterrorizada por el ruido y la luz. Era Hortensia, brillando con fosforescencia de madreperla bajo las linternas implacables de los bomberos, casi ciega, con los dientes gastados y las piernas tan débiles que casi no podía tenerse de pie. La única señal de su origen humano, era un viejo salterio apretado contra su regazo.
La noticia produjo indignación en todo el país. En las pantallas de televisión y en los periódicos apareció la mujer rescatada del agujero donde pasó la vida, mal cubierta por una manta que alguien le puso sobre los hombros. La indiferencia que durante casi medio siglo rodeó a la prisionera, se convirtió en pocas horas en pasión por vengarla y socorrerla. Los vecinos improvisaron piquetes para linchar a Amadeo Peralta, atacaron su casa, lo sacaron a rastras y si si la Guardia no llega a tiempo para quitárselo de las manos, lo habrían despedazado en la plaza. Para callar la culpa de haberla ignorado durante tanto tiempo, todo el mundo quiso ocuparse de Hortensia. Se reunió dinero para darle una pensión, se juntaron toneladas de ropa y medicamentos que ella no necesitaba y varias organizaciones de beneficencia se dieron a la tarea de rasparle la mugre, cortarle el cabello y vestirla de pies a cabeza, hasta convertirla en una anciana común. Las monjas le prestaron una cama en el asilo de indigentes y durante meses la tuvieron amarrada para que no se escapara de vuelta al sótano, hasta que por fin se acostumbró a la luz del día y se resignó a vivir con otros seres humanos.
Aprovechando el furor público atizado por la prensa, los numerosos enemigos de Amadeo Peralta reunieron por fin el valor para lanzarse en picada en su contra. Las autoridades, que durante años ampararon sus abusos, le cayeron encima con el garrote de la ley. La noticia ocupó la atención de todos durante el tiempo suficiente para conducir al viejo caudillo a la cárcel y luego se fue esfumando hasta desaparecer del todo. Rechazado por sus familiares y amigos, convertido en símbolo de todo lo abominable y abyecto, hostilizado por los guardianes y por sus compañeros de infortunio, estuvo en prisión hasta que lo alcanzó la muerte. Permanecía en su celda, sin salir nunca al patio con los otros reclusos. Desde allí podía oír los ruidos de la calle.
Cada día, a las diez de la mañana, Hortensia caminaba con su vacilante paso de loca hasta el penal y le entregaba al vigilante de la puerta una marmita caliente para el preso.
-El casi nunca me dejó con hambre -le decía al portero en tono de excusa. Después se sentaba en la calle a tocar el salterio, arrancándole unos gemidos de agonía imposible de soportar. En la esperanza de distraerla y hacerla callar, algunos pasantes le daban una moneda.
Encogido al otro lado de los muros, Amadeo Peralta escuchaba ese sonido que parecía provenir del fondo de la tierra y que le atravesaba los nervios. Ese reproche cotidiano debía significar algo, pero no podía recordar. A veces sentía unos ramalazos de culpa, pero en seguida le fallaba la memoria y las imágenes del pasado desaparecían en una niebla densa. No sabía por que estaba en esa tumba y poco a poco olvidó también el mundo de la luz, abandonándose a la desdicha.
"Una venganza"
Isabel Allende, Chile, 1943-. El mediodía radiante en que coronaron a Dulce Rosa Orellano con los jazmines de la Reina del Carnaval, las madres de las otras candidatas murmuraron que se trataba de un premio injusto, que se lo daban a ella sólo porque era la hija del Senador Anselmo Orellano, el hombre más poderoso de toda la provincia. Admitían que la muchacha resultaba agraciada, tocaba el piano y bailaba como ninguna, pero había otras postulantes a ese galardón mucho más hermosas. La vieron de pie en el estrado, con su vestido de organza y su corona de flores saludando a la muchedumbre y entre dientes la maldijeron. Por eso, algunas de ellas se alegraron cuando meses más tarde el infortunio entró en la casa de los Orellano sembrando tanta fatalidad, que se necesitaron veinticinco años para cosecharla. La noche de la elección de la reina hubo baile en la Alcaldía de Santa Teresa y acudieron jóvenes de remotos pueblos para conocer a Dulde Rosa. Ella estaba tan alegre y bailaba con tanta ligereza que muchos no percibieron que en realidad no era la más bella, y cuando regresaron a sus puntos de partida dijeron que jamás habían visto un rostro como el suyo. Así adquirió inmerecida fama de hermosura y ningún testimonio posterior pudo desmentirla. La exagerada descripción de su piel traslúcida y sus ojos diáfanos, pasó de boca en boca y cada quien le agregó algo de su propia fantasía. Los poetas de ciudades apartadas compusieron sonetos para una doncella hipotética de nombre Dulce Rosa. El rumor de esa belleza floreciendo en la casa del Senador Orellano llegó también a oídos de Tadeo Céspedes, quien nunca imaginó conocerla, porque en los años de su existencia no había tenido tiempo de aprender versos ni mirar mujeres. Él se ocupaba sólo de la Guerra Civil. Desde que empezó a afeitarse el bigote tenía un arma en la mano y desde hacía mucho vivía en el fragor de la pólvora. Había olvidado los besos de su madre y hasta los cantos de la misa. No siempre tuvo razones para ofrecer pelea, porque en algunos períodos de tregua no había adversarios al alcance de su pandilla, pero incluso en esos tiempos de paz forzosa vivió como un corsario. Era hombre habituado a la violencia. Cruzaba el país en todas direcciones luchando contra enemigos visibles, cuando los había, y contra las sombras, cuando debía inventarlos, y así habría continuado sí su partido no gana las elecciones presidenciales. De la noche a la mañana pasó de la clandestinidad a hacerse cargo del poder y se le terminaron los pretextos para seguir alborotando. La última misión de Tadeo Cérpedes fue la expedición punitiva a Santa Teresa. Con ciento veinte hombres entró al pueblo de noche para dar un escarmiento y eliminar a los cabecillas de la oposición. Balearon las ventanas de los edificios públicos, destrozaron la puerta de la iglesia y se metieron a caballo hasta el altar mayor, aplastando al Padre Clemente que se les plantó por delante, y siguieron al galope con un estrépito de guerra en dirección a la villa del Senador Orellano, que se alzaba plena de orgullo sobre la colina. A la cabeza de una docena de sirvientes leales, el Senador esperó a Tadeo Céspedes, después de encerrar a su hija en la última habitación del patio y soltar a los perros. En ese momento lamentó, como tantas otras veces en su vida, no tener descendientes varones que lo ayudaran a empuñar las armas y defender el honor de su casa. Se sintió muy viejo, pero no tuvo tiempo de pensar en ello, porque vio en las laderas del cerro el destello terrible de ciento veinte antorchas que se aproximaban espantando a la noche. Repartió las últimas municiones en silencio. Todo estaba dicho y cada uno sabía que antes del amanecer debería morir como un macho en su puesto de pelea.–El último tomará la llave del cuarto donde está mí hija y cumplirá con su deber –dijo el Senador al oír los primeros tiros.Todos esos hombres habían visto nacer a Dulce Rosa y la tuvieron en sus rodillas cuando apenas caminaba, le contaron cuentos de aparecidos en las tardes de invierno, la oyeron tocar el piano y la aplaudieron emocionados el día de su coronación como Reina del Carnaval. Su padre podía morir tranquilo, pues la niña nunca caería viva en las manos de Tadeo Céspedes. Lo único que jamás pensó el Senador Orellano fue que a pesar de su temeridad en la batalla, el último en morir sería él. Vio caer uno a uno a sus amigos y comprendíóó> por fin la inutilidad de seguir resistiendo. Tenía una bala en el vientre y la vista difusa, apenas distinguía las sombras trepando por las altas murallas de su propiedad, pero no le falló el entendimiento para arrastrarse hasta el tercer patio. Los perros reconocieron su olor por encima del sudor, la sangre y la tristeza que lo cubrían y se apartaron para dejarlo pasar. Introdujo la llave en la cerradura, abrió la pesada puerta y a través de la niebla metida en sus ojos vio a Dulce Rosa aguardándolo. La niña llevaba el mismo vestido de organza usado en la fiesta de Carnaval y había adornado su peinado con las flores de la corona.–Es la hora, hija –dijo gatillando el arma mientras a sus pies crecía un charco de sangre.–No me mate, padre –replicó ella con voz firme–. Déjeme viva, para vengarlo y para vengarme.
El Senador Anselmo Orellano observó el rostro de quince años de su hija e imaginó lo que haría con ella Tadeo Céspedes, pero había gran fortaleza en los ojos transparentes de Dulce Rosa y supo que podría sobrevivir para castigar a su verdugo. La muchacha se sentó sobre la cama y él tomó lugar a su lado, apuntando la puerta. Cuando se calló el bullicio de los perros moribundos, cedió la tranca, saltó el pestillo y los primeros hombres írrumpieron en la habitación, el Senador alcanzó a hacer seis disparos antes de perder el conocimiento. Tadeo Céspedes creyó estar soñando al ver un ángel coronado de jazmines que sostenía en los brazos a un viejo agonizante, mientras su blanco vestido se empapaba de rojo, pero no le alcanzó la piedad para una segunda mirada, porque venía borracho de violencia y enervado por varias horas de combate.–La mujer es para mí –dijo antes de que sus hombres le pusieran las manos encima.
Amaneció un viernes plomizo, teñido por el resplandor del incendio. El silencio era denso en la colina. Los últimos gemidos se habían callado cuando Dulce Rosa pudo ponerse de pie y caminar hacia la fuente del jardín, que el día anterior estaba rodeada de magnolias y ahora era sólo un charco tumultuoso en medio de los escombros. Del vestido no quedaban sino jirones de organza, que ella se quitó lentamente para quedar desnuda. Se sumergió en el agua fría. El sol apareció entre los abedules y la muchacha pudo ver el agua volverse rosada al lavar la sangre que le brotaba entre las piernas y la de su padre, que se había secado en su cabello. Una vez limpia, serena y sin lágrimas, volvió a la casa en ruinas, buscó algo para cubrirse, tomó una sábana de bramante y salió al camino a recoger los restos del Senador. Lo habían atado de los pies para arrastrarlo al galope por las laderas de la colina hasta convertirlo en un guiñapo de lástima, pero guiada por el amor, su hija pudo reconocerlo sin vacilar. Lo envolvió en el paño y se sentó a su lado a ver crecer el día. Así la encontraron los vecinos de Santa Teresa cuando se atrevieron a subir a la villa de los Orellano. Ayudaron a Dulce Rosa a enterrar a sus muertos y a apagar los vestigios del incendio y le suplicaron que se fuera a vivir con su madrina a otro pueblo, donde nadie conociera su historia, pero ella se negó. Entonces formaron cuadrillas para reconstruir la casa y le regalaron seis perros bravos para cuidarla.Desde el mismo instante en que se llevaron a su padre aún vivo, y Tadeo Céspedes cerró la puerta a su espalda y se soltó el cinturón de cuero, Dulce Rosa vivió para vengarse. En los años siguientes ese pensamiento la mantuvo despierta por las noches y ocupó sus días, pero no borró del todo su risa ni secó su buena voluntad. Aumentó su reputación de belleza, porque los cantores fueron por todas partes pregonando sus encantos imaginarios, hasta convertirla en una leyenda viviente. Ella se levantaba cada día a las cuatro de la madrugada para dirigir las faenas del campo y de la casa, recorrer su propiedad a lomo de bestia, comprar y vender con regateos de sirio, criar animales y cultivar las magnolias y los jazmines de su jardín. Al caer la tarde se quitaba los pantalones, las botas y las armas y se colocaba los vestidos primorosos, traídos de la capital en baúles aromáticos. Al anochecer comenzaban a llegar sus visitas y la encontraban tocando el piano, mientras las sirvientas preparaban las bandejas de pasteles y los vasos de horchata. Al principio muchos se preguntaron cómo era posible que la joven no hubiera acabado en una camisa de fuerza en el sanatorio o de novicia en las monjas carmelitas, sin embargo, como había fiestas frecuentes en la villa de los Orellano, con el tiempo la gente dejó de hablar de la tragedia y se borró el recuerdo del Senador asesinado. Algunos caballeros de renombre y fortuna lograron sobreponerse al estigma de la violación y, atraídos por el prestigio de belleza y sensatez de Dulce Rosa, le propusieron matrimonio. Ella los rechazó a todos, porque su misión en este mundo era la venganza.Tadeo Céspedes tampoco pudo quitarse de la memoria esa noche aciaga. La resaca de la matanza y la euforia de la violación se le pasaron a las pocas horas, cuando iba camino a la capital a rendir cuentas de su expedición de castigo. Entonces acudió a su mente la niña vestida de baile y coronada de jazrnines, que lo soportó en silencio en aquella habitación oscura donde el aire estaba impregnado de olor a pólvora. Volvió a verla en el momento final, tirada en el suelo, mal cubierta por sus harapos enrojecidos, hundida en el sueño compasivo de la inconsciencia y así siguió viéndola cada noche en el instante de dormir, durante el resto de su vida. La paz, el ejercicio del gobierno y el uso del poder, lo convirtieron en un hombre reposado y laborioso. Con el transcurso del tiempo se perdieron los recuerdos de la Guerra Civil y la gente empezó a llamarlo don Tadeo. Se compró una hacienda al otro lado de la sierra, se dedicó a administrar justicia y acabó de alcalde. Si no hubiera sido por el fantasma incansable de Dulce Rosa Orellano, tal vez habría alcanzado cierta felicidad, pero en todas las mujeres que se cruzaron en su camino, en todas las que abrazó en busca de consuelo y en todos los amores perseguidos a lo largo de los años, se le aparecía el rostro de la Reina del Carnaval. Y para mayor desgracia suya, las canciones que a veces traían su nombre en versos de poetas populares no le permitían apartarla de su corazón. La imagen de la joven creció dentro de él, ocupándolo enteramente, hasta que un día no aguantó más. Estaba en la cabecera de una larga mesa de banquete celebrando sus cincuenta y siete años, rodeado de amigos y colaboradores, cuando creyó ver sobre el mantel a una criatura desnuda entre capullos de jazmines y comprendió que esa pesadilla no lo dejaría en paz ni después de muerto. Dio un golpe de puño que hizo temblar la vajilla y pidió su sombrero y su bastón.–¿Adónde va, don Tadeo? –preguntó el Prefecto. –A reparar un daño antiguo –respondió saliendo sin despedirse de nadie.No tuvo necesidad de buscarla, porque siempre supo que se encontraba en la misma casa de su desdicha y hacia allá dirigió su coche. Para entonces existían buenas carreteras y las distancias parecían más cortas. El paisaje había cambiado en esas décadas, pero al dar la última curva de la colina apareció la villa tal como la recordaba antes de que su pandilla la tomara por asalto. Allí estaban las sólidas paredes de piedra de río que él destruyera con cargas de dinamita, allí los viejos artesonados de madera oscura que prendieron en llamas, allí los árboles de los cuales colgó los cuerpos de los hombres del Senador, allí el patio donde masacró a los perros. Detuvo su vehículo a cien metros de la puerta y no se atrevió a seguir, porque sintió el corazón explotándole dentro del pecho. Iba a dar media vuelta para regresar por donde mismo había llegado, cuando surgió entre los rosales una figura envuelta en el halo de sus faldas. Cerró los párpados deseando con toda su fuerza que ella no lo reconociera. En la suave luz de la seis percibió a Dulce Rosa Orellano que avanzaba flotando por los senderos del jardín. Notó sus cabellos, su rostro claro, la armonía de sus gestos, el revuelo de su vestido y creyó encontrarse suspendido en un sueño que duraba ya veinticinco años.
–Por fin vienes, Tadeo Céspedes –dijo ella al divisarlo, sin dejarse engañar por su traje negro de alcalde ni su pelo gris de caballero, porque aún tenía las mismas manos de pirata.–Me has perseguido sin tregua. No he podido amar a nadie en toda mi vida, sólo a ti –murmuró él con la voz rota por la vergüenza.
Dulce Rosa Orellano suspiró satisfecha. Lo había llamado con el pensamiento de día y de noche durante todo ese tiempo y por fin estaba allí. Había llegado su hora. Pero lo miró a los ojos y no descubrió en ellos ni rastro del verdugo, sólo lágrimas frescas. Buscó en su propio corazón el odio cultivado a lo largo de su vida y no fue capaz de encontrarlo. Evocó el instante en que le pidió a su padre el sacrificio de dejarla con vida para cumplir un deber, revivió el abrazo tantas veces maldito de ese hombre y la madrugada en la cual envolvió unos despojos tristes en una sábana de bramante. Repasó el plan perfecto de su venganza pero no sintió la alegría esperada, sino, por el contrario, una profunda melancolía. Tadeo Céspedes tornó su mano con delicadeza y besó la palma, mojándola con su llanto. Entonces ella comprendió aterrada que de tanto pensar en él a cada momento, saboreando el castigo por anticipado, se le dio vuelta el sentimiento y acabó por amarlo.En los días siguientes ambos levantaron las compuertas del amor reprimido y por vez primera en sus ásperos destinos se abrieron para recibir la proximidad del otro. Paseaban por los jardines hablando de sí mismos, sin omitir la noche fatal que torció el rumbo de sus vidas. Al atardecer, ella tocaba el piano y él fumaba escuchándola hasta sentir los huesos blandos y la felicidad envolviéndolo como un manto y borrando las pesadillas del tiempo pasado. Después de cenar Tadeo Céspedes partía a Santa Teresa, donde ya nadie recordaba la vieja historia de horror. Se hospedaba en el mejor hotel y desde allí organizaba su boda, quería una fiesta con fanfarria, derroche y bullicio, en la cual participara todo el pueblo. Descubrió el amor a una edad en que otros hombres han perdido la ilusión y eso le devolvió la fortaleza de su juventud. Deseaba rodear a Dulce Rosa de afecto y belleza, darle todas las cosas que el dinero pudiera comprar, a ver si conseguía compensar en sus años de viejo, el mal que le hiciera de joven. En algunos momentos lo invadía el pánico. Espiaba el rostro de ella en busca de los signos del rencor, pero sólo veía la luz del amor compartido y eso le devolvía la confianza. Así pasó un mes de dicha.
Dos días antes del casamiento, cuando ya estaban armando los mesones de la fiesta en el jardín, matando las aves y los cerdos para la comilona y cortando las flores para decorar la casa, Dulce Rosa Orellano se probó el vestido de novia. Se vio reflejada en el espejo, tan parecida al día de su coronación como Reina del Carnaval, que no pudo seguir engañando a su propio corazón. Supo que jamás podría realizar la venganza planeada porque amaba al asesino, pero tampoco podría callar al fantasma del Senador, así es que despidió a la costurera, tomó las tijeras y se fue a la habitación del tercer patio que durante todo ese tiempo había permanecido desocupada.
Tadeo Céspedes la buscó por todas partes, llamándola desesperado. Los ladridos de los perros lo condujeron al otro extremo de la casa. Con ayuda de los jardineros echó abajo la puerta trancada y entró al cuarto donde una vez viera a un ángel coronado de jazmines. Encontró a Dulce Rosa Orellano tal como la viera en sueños cada noche de su existencia, con el mismo vestido de organza ensangrentado, y adivinó que viviría hasta los noventa años, para pagar su culpa con el recuerdo de la única mujer que su espíritu podía amar."Secreto a voces"
Mónica LavínSeguramente alguien ya lo había leído. Irene no lo encontró en su mochila, donde a veces lo traía con el temor de que en casa su hermano lo abriera. El diario no tenía llave, así es que lo sujetaba con una liga a la que colocaba una pluma —del plumero— con la curva hacia el lomo de la libreta. De esa manera, cualquier cambio en la colocación de la pluma, delataba una intromisión. Nunca pensó que en la escuela alguien se atrevería a sacarlo de su mochila.
Se acordó de la tía Beatriz con rabia. Cómo se le había ocurrido regalárselo. “A mí me dieron un diario a los quince años, así es que decidí hacer lo mismo contigo.” Deseó no haber tenido nunca ese libro de tapas de piel roja. Ahora estaba circulando por el salón, quién sabe por cuántas manos, por cuántos ojos.
Miró de soslayo, sin atreverse a un franco recorrido de las caras de sus compañeros que resolvían los problemas de trigonometría. Temía toparse con alguna mirada burlona, poseedora de sus pensamientos escondidos.
Repasó las numerosas páginas donde estaba escrito cuánto le gustaba Germán, cómo le parecían graciosos esos ojos color miel en su cara pecosa y cómo se le antojaba que la sacara a bailar en las fiestas del grupo. Más lo pensaba y se ponía colorada. Menos mal que había notado la pérdida en la última clase del día. No podría haber resistido el recreo, ni las largas horas de clases de la mitad de la mañana, sabiéndose entre los labios de todos y que su amor por Germán era un secreto a voces.
Justo el día anterior, Germán se había sentado junto a ella a la hora de la biblioteca. Debían hacer un resumen de un cuento leído la semana anterior. Como no se podía hablar, Germán le pasó un papelito pidiendo ayuda. “SOS, yo analfabeta.” Con dibujitos y flechas, Irene le contó la historia que Germán a duras penas entendía y se empezaron a reír. La maestra se acercó al lugar del ruido y atrapó el papelito cuando Germán lo arrugaba de prisa entre sus manos. La salida de la hora de biblioteca les valió una primera plática extra escolar y dos puntos menos en lengua y literatura.Todo eso había escrito Irene en su libreta roja el miércoles 23 de abril, mencionando también qué bien se le veía el mechón de pelo castaño sobre la frente y cómo era su sonrisa mientras le pedía disculpas y le invitaba un helado, el viernes por la tarde, como desagravio. Los mismos latidos agitados de su corazón al darle el teléfono, estaban consignados en esa última página plagada de corazones con una G y una I que ahora, todos, incluso el mismo Germán, conocían.Al sonar la campana, abandonó deprisa el salón, y hasta fue grosera con Marisa.—¿Qué te pasa?, parece que te picó algo.—Me siento mal —contestó sin mirarla siquiera y preparando su ausencia del día siguiente.En la casa, por la tarde, recordó ese menjurje que le dieron una vez para que devolviera el estómago. Agua mineral, un pan muy tostado y sal; todo en la licuadora. Cuando llegó su madre del trabajo, la encontró inclinada sobre el excusado y con la palidez de quien ha echado fuera los intestinos.
Pasó la mañana del viernes en pijama, intentando leer El licenciado Vidriera que era tarea para el mes siguiente pero decidiéndose por Los crímenes de la calle Morgue, pues al fin y al cabo no pensaba volver más a esa secundaria. Poco se pudo concentrar, pensando en las líneas de su libreta que ahora eran del dominio público y planeando la manera de argumentar en su casa un cambio de escuela. Era tal su voluntad de olvidarse del salón de clases, que ni siquiera reparó en que era viernes y que había quedado con Germán de tomar un helado hasta que sonó el teléfono.—Te llama un compañero, Irene —gritó su madre.No pudo negarse a contestar, habría tenido que dar una explicación a su madre, así es que se deslizó con pesadez hasta el teléfono del pasillo.—Lo tengo —gritó para que su madre colgara.—Bueno.—Hola, soy Germán. ¿Qué te pasó?—Me enfermé del estómago.—¿Y todavía te animas al helado? —se le oyó con cierto temor.Irene se quedó callada buscando una respuesta tajante.—No, no me siento bien.—Entonces voy a visitarte —dijo decidido—, así te llevo el tema de la investigación de biología. Nos tocó juntos.
No tuvo más remedio que darle su dirección, bañarse a toda prisa y vestirse. Esa intempestiva voluntad de Germán por verla era una clara prueba de que la sabía suspirando por él. Ahora tendría que ser fría, desmentir aquellas confesiones escritas en el diario como si fueran de otra.Germán llegó puntual y con una cajita de helado de limón pues “era bueno para el dolor de estómago”. Irene se empeñó en estar seca, distante y sin mucho entusiasmo por el trabajo que harían juntos. La cara de Germán fue perdiendo la sonrisa que a ella tanto le gustaba.
Antes de despedirse, y con el ánimo notoriamente disminuido después de la efusiva llegada con el helado de limón, Germán le pidió el temario para los exámenes finales pues él lo había perdido. Irene subió a la recámara y hurgó sin mucho éxito por los cajones del escritorio y en su mochila. Se acordó de pronto que apenas el jueves había cambiado todo a la mochila nueva. Dentro del clóset oscuro, metió la mano en la mochila vieja y se topó con algo duro. Lo sacó despacio, era el diario de las tapas rojas con la curva de la pluma hacia el lomo.
Bajó de prisa las escaleras.—Lo encontré —dijo aliviada—, pero el temario no.Germán la miró sin entender nada.—Es que ya no iba a volver a la escuela —explicó turbiamente—. ¿Quieres helado?—Ya me iba —contestó Germán, aún dolido.—No, todo ha sido un malentendido. No te puedo explicar, pero quédate, por favor—intentó Irene.—Está bien —contestó Germán con esa sonrisa que a ella tanto le gustaba y el mechón castaño sobre la frente, sin saber que esa tarde quedaría escrita en un libro de tapas rojas.
Hicimos planes que jamás se cumplieron.Publicamos revistas y colecciones efímeras.Aprendimos que no se escribe en el vacío.Somos el instrumento y la consecuenciade lo que está pasando tras la ventana en la calle.Otra lección:dar importancia a la tarea, no al productor.Nunca creernos "escritores".(Como trasfondosiempre las carcajadas de Monsiváis y Luis Prieto.)Allí también, en ese departamento sin muebles casi,Virginia Woolf, Henry James, E. M. Forster.Y por supuesto Borges, Paz, Carpentier y Neruda.Y dos entonces desconocidos en México:Julio Cortázar y Juan Carlos Onetti.Algo salió de aquellas tardes en apariencia perdidas.Y, contra todo, somos lo que queríamos ser entonces.[1]José Emilio Pacheco
[1] Pitol, Sergio: El arte de la fuga (Era), Letras contemporáneas, retrato de una época —el principio de los años sesenta— de gran agilidad cultural y política.
"La reina"
José Emilio Pacheco, México, D. F.[2] (1939-2014)"Oh reina, rencorosa y enlutada"... Porfirio Barba Jacob ADELINA apartó el rizador de pestañas y comenzó a aplicarse el rímel. Una línea de sudor manchó su frente. La enjugó con un kleenex y volvió a extender el maquillaje. Eran las diez de la mañana. Todo lo impregnaba el calor. Un organillero tocaba el vals Sobre las olas. Lo silenció el estruendo de un carro de sonido en que vibraban voces incomprensibles. Adelina se levantó del tocador, abrió el ropero y escogió un vestido floreado. La crinolina ya no se usaba pero, según la modista, no había mejor recurso para ocultar un cuerpo como el suyo.
Se contempló indulgente en el espejo. Atravesó el patio interior entre las macetas y los bates de béisbol, las manoplas y gorras que Óscar dejó como para estorbarle el camino, entró en el baño y subía a la balanza. Se descalzó. Piso de nuevo la cubierta de hule junto a los números. Se quitó el vestido y probó por tercera vez. La balanza marcaba 80 kilos. Debía estar descompuesta: era el mismo peso registrado una semana atrás al iniciar los ejercicios y la dieta.
Caminó otra vez por el patio que era más bien un pozo de luz con vidrios traslucidos. Un día, como predijo Óscar, el patio iba a desplomarse si Adelina no adelgazaba. Se imaginó cayendo en la tienda de ropa. Los turcos, inquilinos de su padre, la detestaban. Como iban a reírse Aziyadé y Nadir al verla sepultada bajo metros y metros de popelina.
Al llegar al comedor vio como por vez primera los lánguidos retratos familiares: ella a los seis meses, triunfadora en el concurso “El bebé más robusto de Veracruz”. A los nueve años, en el teatro Clavijero, declamando Madre o mamá de Juan de Dios Peza. Óscar, recién nacido, flotante en un moisés enorme, herencia de su hermana. Óscar, el año pasado, pitcher en la Liga Infantil del Golfo. Sus padres el día de la boda, el aún con uniforme de cadete. Guillermo en la proa del Durango, ya con gorra e insignias de capitán. Guillermo en el acto de estrechar la mano al señor presidente en ocasión de unas maniobras navales. Hortensia al fondo, con sombrilla, tan ufana de su marido y tan cohibida por hallarse entre la esposa del gobernador y la diputada Goicochea. Adelina, quince años, bailando con su padre el vals Fascinación. Qué día. Mejor ni acordarse. Quién la mandó invitar a las Osorio. Y el chambelán que no llegó al Casino: prefirió arriesgar su carrera y exponerse a la hostilidad de Guillermo -su implacable y marcialmente sádico profesor en la Heroica Escuela Naval- antes que hacer el ridículo valsando con Adelina. -Qué triste es todo -se oyó decirse-. Ya estoy hablando sola. Es por no desayunarme-. Fue a la cocina. Se preparó en la licuadora un batido de plátanos y leche condensada. Mientras lo saboreaba hojeó Huracán de amor. No había visto ese número de “La Novela Semanal”, olvidado por su madre junto a la estufa. -Hortensia es tan envidiosa... ¿por qué me seguirá escondiendo sus historietas y sus revistas como si yo todavía fuera una niñita? “No hay más ley que nuestro deseo”, afirmaba un personaje en Huracán de amor. Adelina se inquietó ante el torso desnudo del hombre que aparecía en el dibujo. Pero nada comparable a cuando encontró en el portafolios de su padre Corrupción en el internado para señoritas y La seducción de Lisette. Si Hortensia -o peor: Guillermo-la hubieran sorprendido... Regresó al baño después de cepillarse los dientes se enjuagó con Listerine y se frotó los incisivos con la toalla. Cuando iba hacia su cuarto sonó el teléfono. -Gorda…-¿Qué quieres pinche enano maldito? -Cálmate, gorda, es un recado de our father. ¿Por qué amaneciste tan furiosa, Adelina? Debes de haber subido otros cien kilos. -Qué te importa idiota, imbécil. Ya dime lo que vas a decirme. Tengo prisa-¿Prisa? Ah sí, seguramente vas a desfilar como reina del carnaval en vez de Leticia ¿no? -Mira, estúpido, esa negra, débil mental, no es reina ni es nada. Lo que pasa es que su familia compró todos los votos y ella se acostó hasta con el barrendero de la Comisión Organizadora. Así quién no.-La verdad, gorda, es que te mueres de envidia. Qué darías por estar arreglándote para el desfile como Leticia. -¿El desfile? Ja, ja, no me importa el desfile. Tú, Leticia y todo el carnaval me valen una pura chingada. -Qué lindo vocabulario. Dime dónde lo aprendiste. No te lo conocía. Ojalá te oigan mis papás. -Vete al carajo.-Ya cálmate, gorda, ¿Qué te pasa? ¿De cuál fumaste? Ni me dejas hablar… Mira, dice mi papá que vamos a comer aquí en Boca del Río con el vicealmirante; que de una vez va ir a buscarte la camioneta porque luego, con el desfile, no va a haber paso. -No, gracias. Dile que tengo mucho que estudiar. Además ese viejo idiota del vicealmirante me choca. Siempre con sus bromitas y chistecitos imbéciles. Pobre de mi papá: tiene que celebrárselos. -Haz lo que te dé la gana, pero no tragues tanto ahora que nadie te vigila.-Cierra el hocico y ya no estés chingando -¿A que no le contestas así a mi mamá? ¿A que no, verdad? Voy a desquitarme, gorda maldita. Te vas a acordar de mí, bola de manteca. Adelina colgó furiosa el teléfono. Sintió ganas de llorar. El calor la rodeaba por todas partes. Abrió el ropero infantil adornado con calcomanías de Walt Disney. Sacó un bolígrafo y un cuaderno rayado. Fue a la mesa del comedor y escribió: Queridísimo Alberto:Por milésima vez hago en este cuaderno una carta que no te mandaré nunca y siempre te dirá las mismas cosas. Mi hermano acaba de insultarme por teléfono y mis papás no me quisieron llevar a Boca del Río. Bueno, Guillermo seguramente quiso; pero Hortensia lo domina. Ella me odia, por celos, porque ve cómo me adora mi papá y cuanto se preocupa por mí. Aunque si me quisiera tanto como yo creo ya me hubiera mandado a España, a Canadá, a no sé donde, lejos de este infierno que mi alma, sin ti, ya no soporta. Se detuvo. Tachó “que mi alma, sin ti, ya no soporta.” Alberto mío, dentro de un rato voy a salir. Te veré de nuevo, por más que no me mires, cuando pases en el carro alegórico de Leticia. Te lo digo de verdad: Ella no te merece. Te ves tan... tan, no sé cómo decirlo, con tu uniforme de cadete. No ha habido en toda la historia un cadete como tú. Y Leticia no es tan guapa como supones. Si, de acuerdo, tal vez sea atractiva, no lo niego: por algo llegó a ser reina del carnaval. Pero su tipo resulta, ¿cómo te diré?, muy vulgar, muy corriente. ¿No te parece?Y es tan coqueta. Se cree muchísimo, La conozco desde que estábamos en kinder. Ahora es íntima de las Osorio y antes hablaba muy mal de ellas. Se juntan para burlarse de mí porque soy más inteligente y saco mejores calificaciones. Claro, es natural: no ando en fiestas ni cosas de ésas, los domingos no voy a dar vueltas al zócalo, ni salgo todo el tiempo con muchachos. Yo sólo pienso en ti, amor mío, en el instante en el que tus ojos se volverán al fin para mirarme. Pero tú, Alberto, ¿me recuerdas? Seguramente ya te has olvidado de que nos conocimos hace dos años –acababas de entrar en la Naval- una vez que acompañé a mi papá a Antón Lizardo. Lo esperé en la camioneta. Tú estabas arreglando el yip y te acercaste. No me acuerdo de ningún otro día tan hermoso como aquel en que nuestras vidas se encontraron para ya no separarse jamás. Tachó “para ya no separarse jamás”. Conversamos muy lindo mucho tiempo. Quise dejarte como recuerdo mi radio de transistores. No aceptaste. Quedamos en vernos el domingo para ir al zócalo y a tomar un helado en el “Yucatán”.Te esperé todo el día ansiosamente. Lloré tanto esa noche... Pero luego comprendí: no llegaste para que nadie dijese que tu interés en cortejarme era para ser hija de alguien tan importante en la Armada como mi padre.En cambio, te lo digo sinceramente, nunca podré entender por qué la noche del fin de año en el Casillo Español bailaste todo el tiempo con Leticia y cuando me acerqué y ella nos presentó dijiste: “mucho gusto”. Alberto: se hace tarde. Salgo a tú encuentro. Sólo unas palabras antes de despedirme. Te prometo que esta vez sí adelgazaré y en el próximo carnaval, como lo oyes. yo voy a ser ¡LA REINA! (Mi cara no es fea, todos lo dicen.) ¿Me llevarás a nadar a Mocambo, donde una vez te encontré con Leticia?(Por fortuna ustedes no me vieron: estaba en traje de baño y corrí a esconderme entre los pinos.)Ah, pero el año próximo te juro, tendré un cuerpo más hermoso y más esbelto que el suyo. Todos los que nos miren ten envidiarán por llevarme del brazo.Chao, amor mío. Ya falta poco para verte. Hoy como siempre es toda tuya.AdelinaVolvió a su cuarto. Al verla hora en el despertador de Bugs Bunny dejó sobre la cama el cuaderno en que acababa de escribir, retocó el maquillaje ante el espejo, se persigno y bajo a toda prisa las escaleras de mosaico. Antes de abrir la puerta del zaguán respiró el olor a óxido y humedad. Pasó frente a la sedería de los turcos: Aziyadé y Nadir no estaban; sus padres se disponían a cerrar. En la esquina se encontró a dos compañeros de equipo de su hermano. (¿No habían ido con él a Boca del Río?) Al verla maquillada le preguntaron si iba a participar en el concurso de disfraces o había lanzado su candidatura para Rey Feo. Respondió con una mirada de furia. Se alejó taconeando bajo el olor a pólvora de buscapiés, palomas y brujas. No había tránsito: la gente caminaba por la calle tapizada de serpentinas, latas y cascos de cerveza. Encapuchados, mosqueteros, payasos, legionarios romanos, ballerinas, circasianas, amazonas, damas de la corte, piratas, napoleones, astronautas, guerreros aztecas y grupos y familias con máscaras, gorritos de cartón, sombreros zapatistas o sin disfraz avanzaban hacia la calle principal. Adelina apretó el paso. Cuatro muchachas se volvieron a verla y la dejaron atrás. Escuchó su risa unánime y pensó que se estarían burlando de ella como los amigos de Óscar. Luego caminó entre las mesas y los puestos de los portales, atestados de marimbas, conjuntos jarochos, vendedores de jaibas rellenas, billeteros de la Lotería Nacional. No descubrió a ningún conocido pero advirtió que varias la miraban con sorna. Pensó en sacar el espejito de su bolsa para ver si, inexperta, se había maquillado en exceso. Por vez primera empleaba los cosméticos de su madre. Pero ¿dónde se ocultaría para mirarse? Con grandes dificultades llegó a la esquina elegida. El calor y el estruendo informe la promiscua contigüidad de tantos extraños le provocaban un malestar confuso. Entre aplausos apareció la descubierta de charros y chinas poblanas. Bajo gritos y música desfiló la comparsa inicial: los jotos vestidos de pavos reales. Siguieron mulatos disfrazados de vikingos, guerreros aztecas cubiertos de serpentinas, estibadores con bikinis y penachos de rumbera. Desfilaron cavernarios, Kukluxklanes, la corte de Luís XV con sus blancas pelucas entalcadas y sus falsos lunares, Blanca Nieves y los Siete Enanos (Adelina sentía que la empujaban y la manoseaban). Barbazul en plena tortura y asesinato de sus mujeres, Maximiliano y Carlota en Chapultepec, pieles rojas, caníbales teñidos de betún y adornados con huesos humanos (la transpiración humedecía su espalda), Romeo y Julieta en el balcón de Verona. Hitler y sus mariscales llenos de monóculos y suásticas, gigantes y cabezudos, James Dean al frente de sus rebeldes sin causa, Pierrot, Arlequín y Colombina, doce Elvis Presleys que trataban de cantar en inglés y moverse como él. (Adelina cerró los ojos ante el brillo del sol y el caos de épocas, personajes, historias.) Empezaron los carros alegóricos, unos tirados por tractores. otros improvisados sobre camiones de redilas: el de la Cervecería Moctezuma, Miss México. Miss California, notablemente aterrada por lo que veía como un desfile salvaje, las Orquídeas del Cine Nacional, el Campamento Gitano -niñas que lloriqueaban por el calor, el miedo de caerse y la forzada inmovilidad-, el Idilio de los Volcanes según el calendario de Helguera, la Conquista de México, las Mil y una Noches, pesadilla de cartón, lentejuelas y trapos. La sobresaltaron un aliento húmedo de tequila y una caricia envolvente: -Véngase, mamazota, que aquí esta su rey-. Adelina, enfurecida, volvió la cabeza. Pero ¿hacia quién, cómo descubrir al culpable entre la multitud burlona o entusiasmada? Los carros alegóricos seguían desfilando: los Piratas en la Isla del Tesoro, Sangre Jarocha, Guadalupe la Chinaca, Raza de Bronce, Cielito Lindo, la Adelita, la Valentina y Pancho Villa, los Buzos en el país de las sirenas, los astronautas y los extraterrestres. Desde un inesperado balcón las Osorio, muertas de risa, se hicieron escuchar entre las músicas y gritos del carnaval: -Gorda, gorda: sube. ¿Qué andas haciendo allí abajo, revuelta con la plebe y los chilangos? La gente decente de Veracruz no se mezcla con los fuereños, mucho menos en carnaval. Todo el mundo pareció descubrirla, observarla, repudiarla. Adelina tragó saliva, apretó los labios: Primero muerta que dirigirles la palabra a las Osorio. Por fin, el carro de la reina y sus princesas. Leticia Primera en su trono bajo las espadas cruzadas de los cadetes. Alberto junto a ella muy próximo. Leticia toda rubores, toda sonrisitas, entre los bucles artificiales que sostenían la corona de hojalata. Leticia saludando en todas direcciones, enviando besos al aire. -Cómo puede cambiar la gente cuando está bien maquillada -se dijo Adelina. El sol arrancaba destellos a la bisutería del cetro, la corona, el vestido. Atronaban aplausos y gritos de admiración. Leticia Primera recibía feliz la gloria que iba a durar unas cuantas horas, en un trono destinado a amanecer en un basurero. Sin embargo Leticia era la reina y estaba cinco metros por encima de quien la observaba con odio. -Ojalá se caiga, ojalá haga el ridículo delante de todos, ojalá de tan apretado le estalle el disfraz y vean el relleno de hulespuma en sus tetas -murmuró entre dientes Adelina, ya sin temor de ser escuchada. -Ya verá, ya verá el año que entra: los lugares van a cambiarse. Leticia estará aquí abajo muerta de envidia y... -Una bolsa de papel arrojada desde quién sabe dónde interrumpió el monólogo sombrío: se estrelló en su cabeza y la baño de anilina roja en el preciso instante en que pasaba frente a ella la reina. La misma Leticia no pudo menos que descubrirla entre la multitud y reírse. Alberto quebrantó su pose de estatua y soltó una risilla. Fue un instante. El carro se alejaba. Adelina se limpió la cara con las mangas del vestido. Alzó los ojos hacia el balcón en que las Osorio manifestaban su pesar ante el incidente y la invitaban a subir. Entonces la baño una nube de confeti que se adhirió a la piel humedecida. Se abrió paso, intentó correr, huir, hacerse invisible. Pero el desfile había terminado. Las calles estaban repletas de chilangos, de jotos, de mariguanos. de hostiles enmascarados y encapuchados que seguían arrojando confeti a la boca de Adelina entreabierta por el jadeo, bailoteaban para cerrarle el paso, aplastaban las manos en sus senos, desplegaban espantasuegras en su cara, la picaban con varitas labradas de Apizaco. Y Alberto se alejaba cada vez más. No descendía del carro para defenderla, para vengarla, para abrirle camino con su espada. Y Guillermo, en Boca del Río, ya aturdido por la octava cerveza, festejaba por anticipado los viejos chistes eróticos del vicealmirante. Y bajo unas máscaras de Drácula y de FranKenstein surgían Aziyadé y Nadir, la acosaban en su huida, le cantaban, humillante y angustiosamente cantaban, un estribillo improvisado e interminable: -A Adelina / le echaron anilina / por no tomar Delgadina. / Poor noo toomar Deelgaadiinaa. Y los abofeteó y pateó y los niños intentaron pegarle y un Satanás y una Doña Inés los separaron. Aziyadé y Nadir se fueron canturreando el estribillo. Adelina pudo continuar la fuga hasta que al fin abrió la puerta de su casa, subió las escaleras y hallo su cuarto en desorden: Óscar estuvo allí con sus amigos de la novena de béisbol, Óscar no se quedó en Boca del Río, Óscar volvió con su pandilla, Óscar también anduvo en el desfile. Vio el cuaderno en el suelo, abierto y profanado por los dedos de Óscar, las manos de los otros. En las páginas de su última carta estaban las huellas digitales, la tinta corrida, las grandes manchas de anilina roja. Cómo se habrán burlado, cómo se estarán riendo ahora mismo, arrojando bolsas de anilina a las caras, puñados de confeti a las bocas, rompiendo huevos podridos en las cabezas, valiéndose de la impunidad conferida por sus máscaras y disfraces. -Maldito, puto, enano cabrón, hijo de la chingada. Ojalá te peguen. Ojalá te den en toda la madre y regreses chillando como un perro. Ojalá te mueras. Ojalá se mueran tú y la puta de Leticia y las pendejas de las Osorio y el cretino cadetito de mierda y el pinche carnaval y el mundo entero. Y mientras hablaba, gritaba, gesticulaba con doliente furia, rompía su cuaderno de cartas, pateaba los pedazos, arrojaba contra la pared el frasco de maquillaje, el pomo de rímel, la botella de Colonia Sanborns. Se detuvo. En el espejo enmarcado por figuras de Walt Disney miró su pelo rubio, sus ojos verdes, su cara lívida cubierta de anilina, grasa, confeti, sudor, maquillaje y lágrimas. Y se arrojó a la cama llorando, demoliéndose, diciéndose: -Ya verán, ya verán el año que entra.Extracto del texto “José Emilio Pacheco: naufragio en el desierto”, de Elena Poniatowska, publicado en el suplemento Semanal ,Nueva época, Núm. 62,La Jornada. México, 19 de agosto de 1990. JOSÉ EMILIO PACHECO nació en la ciudad de México en 1939. Siguió estudios de Derecho y Letras en la Universidad Autónoma, donde también empezó su carrera literaria y su labor periodística. En 1958 publica La sangre de Medusa, un breve libro con dos cuentos, editado por el gran narrador mexicano Juan José Arreola. Años después, su obra se acrecienta con varios cuentos en El viento distante; la novela Morirás lejos; el libro de relatos El principio del placer y su segunda novela Las batallas en el desierto. Pacheco es también un excelente poeta; son cinco los poemarios que ha publicado hasta la fecha: Los elementos de la noche, El reposo del juego, No me preguntes cómo pasa el tiempo, Irás y no volverás e Isla a la deriva, Los trabajos del mar, Miro la tierra, Ciudad de la memoria y una compilación de poemas traducidos: Aproximaciones.Dicen que por las mañanas lee los periódicos y que nada se le va. Que al medio día lee poemas, novelas, ensayos, crítica y nada se le va. Por la noche mira la televisión con su hija más pequeña y nada se le va.La vasta infamación de José Emilio Pacheco ha tenido una influencia decisiva en su vida profesional y familiar. A los diecinueve años abandona de manera definitiva, por cuestiones ideológicas, la carrera de abogado, y empieza entonces a recorrer las calles de su ciudad natal, la ciudad de México, y a escribir sobre sus rodillas a todas horas y en cualquier lugar. Recoge con avidez y precisión lo que observa desde la ventanilla del camión o desde la banca del parque. Empezó a capturar lo que le rodeaba desde muy pequeño, desde que interrumpía con preguntas impertinentes las conversaciones de “sus mayores”, desde que su abuela le enseñara a leer y lo introdujera a la literatura clásica mucho antes de asistir a la escuela. La literatura narrativa de Pacheco oscila entre el costumbrismo y el testimonio de la crisis, hace la crítica del tiempo moderno y regresa a desmenuzar con nostalgia los temas del mundo clásico. Ha sido colaborador en múltiples revistas, investigador y catedrático de varias universidades en el extranjero, antólogo, traductor, crítico. José Emilio Pacheco hurga, investiga, lee, camina por las calles y produce su obra: periodismo cultural, cuentos, novelas, teatro, adaptaciones cinematográficas. Pero el centro animador de su obra literaria es la poesía, de la cual ha publicado más de catorce libros.
"La noche de los feos"
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla,
o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿Qué está pensando?", pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."
"¿Algo cómo qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
"La fiesta ajena"Liliana Heder
ArgentinaNomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho: ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.
— No me gusta que vayas -le había dicho-. Es una fiesta de ricos.
— Los ricos también se van al cielo- dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
— Qué cielo ni cielo –dijo la madre-. Lo que pasa es que a usted m`hijita, le gusta cagar más arriba del culo.
A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado.
— Yo voy a ir porque estoy invitada -dijo-. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó.
— Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa Oíme, Rosaura –dijo por fin-, ésa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
— Calláte –grito-. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
— Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo; Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo.
La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas.
— ¿Monos en un cumpleaños? –dijo-. ¡Por favor! Vos sí que te crées todas las pavadas que te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica., ¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada del mundo.
Si no voy me muero –murmuró, casi sin mover los labios.
Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la cabeza le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
—Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.
— Está en la cocina –le susurró en la oreja -. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: “Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo”. Rosaura, en cambio, no romepio nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: “¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
— ¿Y vos quién sos?
— Soy amiga de Luciana –dijo Rosaura.
— No –dijo la del moño-, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.
— Y a mí qué me importa –dijo Rosaura-, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas.
— ¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? –dijo la del moño, con una risita.
— Yo y Luciana hacemos los deberes juntas –dijo Rosaura, muy seria.
La del moño se encogió de hombros.
— Eso no es ser amigas -dijo-. ¿Vas al colegio con ella?
— No.
— ¿Y entonces de dónde la conocés? –dijo la del moño que empezaba a impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
— Soy la hija de la empleada –dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno de pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo. También le dijo que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.
— ¿Qué empleada? –dijo la del moño-. ¿Vende cosas en una tienda?
— No –dijo Rosaura con rabia-, mi mamá no vende nada, para que sepas.
— ¿Y entonces cómo es empleada? –dijo la del moño.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a ser las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
— Viste –le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la marcha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al delgado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido en feliz.
Pero faltaba lo mejor: lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero la torta: la señora Inés le había pedido que le ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.
Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy rato el mago: al mono lo llamaba socio. “A ver socio dé vuelta una carta”, le decía. No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo”.
La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer.
— ¿Al chico? –gritaron todos.
— ¡Al mono!- grito el mago.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.
— No hay que ser tan timorato, compañero –le dijo el mago al gordito.
— ¿qué es timorato? –dijo el gordito.
El mago giro la cabeza hacia uno otro lado, como para comprobar que no había espías.
— Cagón –dijo-. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
— A ver, la de los ojos de mora –dijo el mago. y todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer la mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la capa de Rosaura, dijo las palabras mágicas… y el mono apareció otra vez allí, lo más contento entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago el dijo:
— Muchas gracias señorita condesa
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó.
— Yo le ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”.
Fue bastante rato porque hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “¿Viste que no era mentira lo del mono?” Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
— Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: “Espérenme un momentito”.
Ahí la madre pareció preocupada.
— ¿Qué pasa? –le preguntó a Rosaura
— Y qué va a pasar –le dijo Rosaura-. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.
Le señalo al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabían bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo, porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía “Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?” Era su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo:
— Yo fui la mejor de la fiesta.
Y no habló más porque la señora Inés acababa de entraren el hall con una bolsa celes y una bolsa rosa.
Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.
Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la lleno de orgullo. Dijo:
— Qué hija que se mandó. Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento.
Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera.
En su mano aparecieron dos billetes.
— Esto te lo ganaste en buena ley –dijo extendiendo la mano-. Gracias por todo, querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio."Conciencia breve"IVÁN EGÜEZ
ESTA MAÑANA Claudia y yo salimos, como siempre, rumbo a nuestros empleos en el cochecito que mis padres nos regalaron hace diez años por nuestra boda. A poco sentí un cuerpo extraño junto a los pedales. ¿Una cartera? ¿Un...? De golpe recordé que anoche fui a dejar a María a casa y el besito candoroso de siempre en las mejillas senos corrió, sin pensarlo, a la comisura de los labios, al cuello, a los hombros, a la palanca de cambios, al corset, al asiento reclinable, en fin.
Estás distraído, me dijo Claudia cuando casi me paso el semáforo. Después siguió mascullando algo pero yo ya no la atendía. Me sudaban las manos y sentí que el pie, desesperadamente, quería transmitir el don del tacto a la suela de mi zapato para saber exactamente qué era aquello, para aprehenderlo sin que ella notara nada. Finalmente logré pasar el objeto desde el lado del acelerador hasta el lado del embrague. Lo empujé hacia la puerta con el ánimo de abrirla en forma sincronizada para botar eso a la calle. Pese a las maromas que hice, me fue imposible. Decidí entonces distraer a Claudia y tomar aquello con la mano para lanzarlo por la ventana. Pero Claudia estaba arrimada a su puerta, prácticamente virada hacia mí. Comencé a desesperar. Aumente la velocidad y a poco vi por el retrovisor un carro de la policía. Creí conveniente acelerar para separarme de la patrulla policial pues si veían que eso salía por la ventanilla podían imaginarse cualquier cosa.
-¿Por qué corres? me inquirió Claudia, al tiempo que se acomodaba de frente como quien empieza a presentir un choque. Vi que la policía quedaba atrás por lo menos con una cuadra. Entonces aprovechando que entrábamos al redondel le dije a Claudia saca la mano que voy a virar a la derecha. Mientras lo hizo, tomé el cuerpo extraño: era un zapato leve, de tirillas azules y alto cambrión. Sin pensar dos veces lo tiré por la ventanilla. Bordeé ufano el redondel, sentí ganas de gritar, de bajarme para aplaudirme, para festejar mi hazaña, pero me quedé helado viendo en el retrovisor nuevamente a la policía. Me pareció que se detenían, que recogían el zapata, que me hacían señas.
-¿Qué te pasa? me preguntó Claudia con su voz ingenua.
-No sé, le dije, esos chapas son capaces de todo.
Pero el patrullero curvó y yo seguí recto hacia el estacionamiento de la empresa donde trabajaba Claudia. Atrás de nosotros frenó un taxi haciendo chirriar los neumáticos. Era otra atrasada, una de esas que se terminan de maquillar en el taxi.
-Chao amor, me dijo Claudia, mientras con su piecito juguetón buscaba inútilmente su zapato de tirillas azules.
"El desafío" [1] Cuentos de autores peruanos
Mario Vargas Llosa
Con este cuento Vargas Llosa obtuvo en 1958el premio otorgado por laRevue Francaise
Estábamos bebiendo cerveza, como todos los sábados, cuando en la puerta del “Río Bar” apareció Leonidas; de inmediato notamos en su cara que ocurría algo.
—¿Qué pasa? —preguntó León.
Leonidas arrastró una silla y se sentó junto a nosotros.
—Me muero de sed.
Le serví un vaso hasta el borde y la espuma rebalsó sobre la mesa. Leonidas sopló lentamente y se quedó mirando, pensativo, cómo estallaban las burbujas. Luego bebió de un trago hasta la última gota.
—Justo va a pelear esta noche —dijo, con una voz rara.
Quedamos callados un momento. León bebió, Briceño encendió un cigarrillo.
—Me encargó que les avisara —agregó Leonidas. —Quiere que vayan.
Finalmente, Briceño preguntó:
—¿Cómo fue?
—Se encontraron esta tarde en Catacaos. —Leonidas limpió su frente con la mano y fustigó el aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo. —Ya se imaginan lo demás...
—Bueno —dijo León. Si tenían que pelear, mejor que sea así, con todas las de ley. No hay que alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace.
—Si —repitió Leonidas, con un aire ido.—Tal vez es mejor que sea así.
Las botellas habían quedado vacías. Corría brisa y, unos momentos antes, habíamos dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza. El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las parejas que habían buscado la penumbra del malecón comenzaban, también, a abandonar sus escondites. Por la puerta del “Río Bar” pasaba mucha gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que hablaban en voz alta y reían.
—Son casi las nueve —dijo León. —Mejor nos vamos.
Salimos.
—Bueno, muchachos —dijo Leonidas. —Gracias por la cerveza.—¿Va a ser en “La Balsa”, ¿no? —preguntó Briceño.
—Sí. A las once. Justo los esperará a las diez y media, aquí mismo.
El viejo hizo un gesto de despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía en las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario, que parecía custodiar la ciudad. Caminamos hacia la plaza. Estaba casi desierta. Junto al Hotel de Turistas, unos jóvenes discutían a gritos. Al pasar por su lado, descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonriendo. Era bonita y parecía divertirse.
—El Cojo lo va a matar —dijo, de pronto, Briceño.
—Cállate —dijo León.
—Nos separamos en la esquina de la iglesia. Caminé rápidamente hasta mi casa. No había nadie.
Me puse un overol y dos chompas y oculté la navaja en el bolsillo trasero del pantalón, envuelta en el pañuelo. Cuando salía, encontré a mi mujer que llegaba.
—¿Otra vez a la calle? —dijo ella.
—Sí. Tengo que arreglar un asunto.
El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresión que se había muerto.
—Tienes que levantarte temprano —insistió ella —¿Te has olvidado que trabajas los domingos?
—No te preocupes —dije. —Regreso en unos minutos
Caminé de vuelta hacia el “Río Bar” y me senté al mostrador. Pedí una cerveza y un sándwich, que no terminé: había perdido el apetito. Alguien me tocó el hombro. Era Moisés, el dueño del local.
—¿Es cierto lo de la pelea?
—Sí. Va ser en “La Balsa”. Mejor te callas.
—No necesito que me adviertas —dijo. —Lo supe hace rato. Lo siento por Justo pero, en realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha paciencia, ya sabemos.
—El Cojo es un asco de hombre.
—Era tu amigo antes... —comenzó a decir Moisés, pero se contuvo.
Alguien llamó desde la terraza y se alejó, pero a los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado.
—¿Quieres que yo vaya? —me preguntó.
—No. Con nosotros basta, gracias.
—Bueno. Avísame si puedo ayudar en algo. Justo es también mi amigo. —Tomó un trago de mi cerveza, sin pedirme permiso. —Anoche estuvo aquí el Cojo con su grupo. No hacía sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer añicos. Estuve rezando porque no se les ocurriera a ustedes darse una vuelta por acá.
—Hubiera querido verlo al Cojo —dije. —Cuando está furioso su cara es muy chistosa.
Moisés se río.
—Anoche parecía el diablo. Y es tan feo, este tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir náuseas.
Acabé la cerveza y salí a caminar por el malecón, pero regresé pronto. Desde la puerta del “Río Bar” vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que le subía por el cuello hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis pasos se volvió, descubriendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos decían que había sido un golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leonidas aseguraba que había nacido en el día de la inundación, y que esa mancha era el susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa).
—Acabo de llegar —dijo. —¿Qué es de los otros?
—Ya vienen. Deben estar en camino.
Justo me miró de frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy serio y volvió la cabeza.
—¿Cómo fue lo de esta tarde?
Encogió los hombros e hizo un ademán vago.
—Nos encontramos en el “Carro Hundido”. Yo que entraba a tomar un trago y me topo cara a cara con el Cojo y su gente. ¿Te das cuenta? Si no pasa el cura, ahí mismo me degüellan. Se me echaron encima como perros. Como perros rabiosos. Nos separó el cura.
—¿Eres muy hombre? —gritó el Cojo.
—Más que tú —gritó Justo.
—Quietos, bestias —decía el cura.
—¿En “La Balsa” esta noche entonces? —gritó el Cojo.
—Bueno —dijo Justo. —Eso fue todo.
La gente que estaba en el “Río Bar” había disminuido. Quedaban algunas personas en el mostrador, pero en la terraza sólo estábamos nosotros.
—He traído esto —dije, alcanzándole el pañuelo.
Justo abrió la navaja y la midió. La hoja tenía exactamente la dimensión de su mano, de la muñeca a las uñas. Luego sacó otra navaja de su bolsillo y comparó.
—Son iguales —dijo. —Me quedaré con la mía, nomás.
Pidió una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando.
No tengo hora —dijo Justo —Pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos.
A la altura del puente nos encontramos con Briceño y León. Saludaron a Justo, le estrecharon la mano.
—Hermanito —dijo León —Usted lo va a hacer trizas.
—De eso ni hablar —dijo Briceño. —El Cojo no tiene nada que hacer contigo.
Los dos tenían la misma ropa que antes, y parecían haberse puesto de acuerdo para mostrar delante de Justo seguridad, e incluso, cierta alegría.
—Bajemos por aquí —dijo León —Es más corto.
—No —dijo Justo. —Demos la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora.
Era extraño ese temor, porque siempre habíamos bajado al cause del río, descolgándonos por el tejido de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el minúsculo camino hacia el lecho del río, Briceño tropezó y lanzó una maldición. La arena estaba tibia y nuestros pies se hundían, como si andáramos sobre un mar de algodones. León miró detenidamente el cielo.
—Hay muchas nubes —dijo; —la luna no va a servir de mucho esta noche.
—Haremos fogatas —dijo Justo.
—¿Estas loco? —dije. —¿Quieres que venga la policía?
—Se puede arreglar —dijo Briceño sin convicción. —Se podría postergar el asunto hasta mañana. No van a pelear a oscuras.
Nadie contestó y Briceño no volvió a insistir.
—Ahí está “La Balsa” —dijo León.
En un tiempo, nadie sabía cuándo, había caído sobre el lecho del río un tronco de algarrobo tan enorme que cubría las tres cuartas partes del ancho del cauce. Era muy pesado y, cuando bajaba, el agua no conseguía levantarlo, sino arrastrarlo solamente unos metros, de modo que cada año, “La Balsa” se alejaba más de la ciudad. Nadie sabía tampoco quién le puso el nombre de “La Balsa”, pero así lo designaban todos.
—Ellos ya están ahí —dijo León.
Nos detuvimos a unos cinco metros de “La Balsa”. En el débil resplandor nocturno no distinguíamos las caras de quienes nos esperaban, sólo sus siluetas. Eran cinco. Las conté, tratando inútilmente de descubrir al Cojo.
—Anda tú —dijo Justo.
Avancé despacio hacia el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresión serena.
—¡Quieto! —gritó alguien. —¿Quién es?
—Julián —grité. —Julián Huertas. ¿Están ciegos?
A mi encuentro salió un pequeño bulto. Era el Chalupas.
—Ya nos íbamos —dijo. —Pensábamos que Justito había ido a la comisaría a pedir que lo cuidaran.
—Quiero entenderme con un hombre —grité, sin responderle. —No con este muñeco.
—¿Eres muy valiente? —preguntó el Chalupas, con voz descompuesta.
—¡Silencio! —dijo el Cojo. Se habían aproximado todos ellos y el Cojo se adelantó hacia mí. Era alto, mucho más que todos los presentes. En la penumbra, yo no lo podía ver; sólo imaginar su rostro acorazado por los granos, el color aceituna profundo de su piel lampiña, los agujeros diminutos de sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por los bultos oblongos de sus pómulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla triangular de iguana. El Cojo rengueaba del pie izquierdo; decían que en esa pierna tenía una cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía. Pero nadie se la había visto.
—¿Por qué has traído a Leonidas? —dijo el Cojo, con voz ronca.
—¿A Leonidas? ¿Quién ha traído a Leonidas?
El cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo había estado unos metros más allá, sobre la arena, y al oír que lo nombraban se acercó.
—¡Qué pasa conmigo! —dijo. Mirando al Cojo fijamente. —No necesito que me traigan, He venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estas buscando pretextos para no pelear, dilo.
El Cojo vaciló antes de responder. Pensé que iba a insultarlo y, rápido, llevé mi mano al bolsillo trasero.
—No se meta, viejo —dijo el Cojo amablemente. —No voy a pelearme con usted.
—No creas que estoy tan viejo —dijo Leonidas. —He revolcado a muchos que eran mejores que tú.
—Está bien, viejo —dijo el Cojo. —Le creo. —Se dirigió a mí: —¿Están listos?
—Sí. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos.
El Cojo se rió.
—Tú bien sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes.
Uno de los que estaban detrás del Cojo, se rió también. El Cojo me extendió algo. Estiré la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la había tomado del filo; sentí un pequeño rasguño en la palma y un estremecimiento, el metal parecía un trozo se hielo.
—¿Tienes fósforos, viejo?
Leonidas prendió un fósforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela le lamió las uñas.
A la frágil luz de la llama examiné minuciosamente la navaja, la medí a lo ancho y a lo largo, comprobé su filo y su peso.
—Está bien —dije.
Chunga caminó entre Leonidas y yo. Cuando llegamos entre los otros, Briceño estaba fumando; y a cada chupada que daba resplandecían instantáneamente los rostros de Justo, impasible, con los labios apretados; de León, que masticaba algo, tal vez una brizna de hierba; y del propio Briceño, que sudaba.
—¿Quién le dijo a usted que viniera? —preguntó Justo, severamente.
—Nadie me dijo. —afirmó Leonidas, en voz alta. —Vine porque quise. ¿Va usted a tomarme cuentas?
Justo no contestó. Le hice una señal y le mostré a Chunga, que había quedado un poco retrasado. Justo sacó su navaja y la arrojó. El arma cayó en algún lugar del cuerpo de Chunga y éste se encogió.
—Perdón —dije, palpando la arena en busca de la navaja. —Se me escapó. Aquí está.
—Las gracias se te van a quitar pronto —dijo Chunga.
Luego, como había hecho yo, al resplandor de un fósforo pasó sus dedos sobre la hoja, nos la devolvió sin decir nada, y regresó caminando a trancos largos hacia “La Balsa”. Estuvimos unos minutos en silencio, aspirando el perfume de los algodonales cercanos, que una brisa cálida arrastraba en dirección al puente. Detrás de nosotros, a los dos costados del cause, se veían las luces vacilantes de la ciudad. El silencio era casi absoluto; a veces, lo quebraban bruscamente ladridos o rebuznos.
—¡Listos! —exclamó una voz, del otro lado.
—¡Listos! —grité yo.
En el bloque de hombres que estaba junto a “La Balsa” hubo movimientos y murmullos; luego, una sombra rengueante se deslizó hasta el centro del terreno que limitábamos los dos grupos. Allí, vi al Cojo tantear el suelo con los pies; comprobaba si había piedras, huecos. Busqué a Justo con la vista; León y Briceño habían pasado sus brazos sobre sus hombros. Justo se desprendió rápidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonrió. Le extendí la mano. Comenzó a alejarse, pero Leonidas dio un salto y lo tomó de los hombros. El Viejo se sacó una manta que llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado.
—No te le acerques ni un momento. —El viejo hablaba despacio, con voz levemente temblorosa. —Siempre de lejos. Báilalo hasta que se agote. Sobre todo cuidado con el estómago y la cara. Ten el brazo siempre estirado. Agáchate, pisa firme... Ya, vaya, pórtese como un hombre...
Justo escuchó a Leonidas con la cabeza baja. Creí que iba a abrazarlo, pero se limitó a hacer un gesto brusco. Arrancó la manta de las manos del viejo de un tirón y se la envolvió en el brazo.
Después se alejó; caminaba sobre la arena a pasos firmes, con la cabeza levantada. En su mano derecha, mientras se distanciaba de nosotros, el breve trozo de metal despedía reflejos.
Justo se detuvo a dos metros del Cojo.
Quedaron unos instantes inmóviles, en silencio, diciéndose seguramente con los ojos cuánto se odiaban, observándose, los músculos tensos bajo la ropa, la mano derecha aplastada con ira en las navajas. De lejos, semiocultos por la oscuridad tibia de la noche, no parecían dos hombres que se aprestaban a pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de dos jóvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la arena. Casi simultáneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando, comenzaron a moverse. Quizá el primero fue Justo; un segundo antes, inició sobre el sitio un balanceo lentísimo, que ascendía desde las rodillas hasta los hombros, y el Cojo lo imitó, meciéndose también, sin apartar los pies. Sus posturas eran idénticas; el brazo derecho adelante, levemente doblado con el codo hacia fuera, la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el brazo izquierdo, envuelto por las mantas, desproporcionado, gigante, cruzado como un escudo a la altura del rostro. Al principio sólo sus cuerpos se movían, sus cabezas, sus pies y sus manos permanecían fijos. Imperceptiblemente, los dos habían ido inclinándose, extendiendo la espalda, las piernas en flexión, como para lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de pronto un salto hacia delante, su brazo describió un círculo veloz. El trazo en el vacío del arma, que rozó a Justo, sin herirlo, estaba aún inconcluso cuando éste, que era rápido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tejía un cerco en torno del otro, deslizándose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez más intenso. El Cojo giraba sobre el sitio. Se había encogido más, y en tanto daba vueltas sobre sí mismo, siguiendo la dirección de su adversario, lo perseguía con la mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De improviso, Justo se plantó; lo vimos caer sobro el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio en un segundo, como un muñeco de resortes.
—Ya está —murmuró Briceño. —Lo rasgó.
—En el hombro —dijo Leonidas. —Pero apenas.
Sin haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba su danza, mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abría y cerraba la guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil, tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo. Quería marearlo, pero el Cojo tenía experiencia y recursos. Rompió el círculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo a detenerse y a seguirlo. Este lo perseguía a pasos muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba de su brazo; el Cojo huía arrastrando los pies, agachado hasta casi tocar la arena sus rodillas. Justo estiró dos veces el brazo, y las dos halló sólo el vacío. “No te acerques tanto”, dijo Leonidas, junto a mí, en voz tan baja que sólo yo podía oírlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y ancha que se había empequeñecido, replegándose sobre sí mismo como una oruga, recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de la vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve, el primero que oíamos durante el combate, parecido a un eructo. Un instante después surgió a un costado de la sombra gigantesca, otra, más delgada y esbelta, que de dos saltos volvió a levantar una muralla invisible entre los luchadores. Esta vez comenzó a girar el Cojo; movía su pie derecho y arrastraba el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra y leyeran sobre la piel de Justo lo que había ocurrido en esos tres segundos, cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo. “¡Sal de ahí!”, dijo Leonidas muy despacio. “¿Por qué demonios peleas tan cerca?”. Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera llevado ese mensaje secreto, Justo comenzó también a brincar igual que el Cojo. Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la defensa con la velocidad de los relámpagos, pero los amagos no sorprendían a ninguno: al movimiento rápido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante, quebrarle la guardia, respondía el otro, automáticamente, levantando el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no podía ver las caras, pero cerraba los ojos y las veía, mejor que si estuviera en medio de ellos: el Cojo, transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes tras los párpados, su piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca agitadas, con un temblor inverosímil; y Justo con su máscara habitual de desprecio, acentuada por la cólera, y sus labios húmedos de exasperación y fatiga. Abrí los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse alocado, ciegamente sobre el otro, dándole todas las ventajas, ofreciendo su rostro, descubriendo absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia elevaron su cuerpo, lo mantuvieron extrañamente en el aire, recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La salvaje explosión debió sorprender al Cojo que, por un tiempo brevísimo, quedó indeciso y, cuando se inclinó, alargando su brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la brillante hoja que perseguimos alucinados, supimos que el gesto de locura de Justo no había sido inútil del todo. Con el choque, la noche que nos envolvía se pobló de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como chispas de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir quién era quién, sin saber de que brazo partían esos golpes, qué garganta profería esos rugidos que se sucedían como ecos, vimos muchas veces, en el aire, temblando hacia el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados, las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o vibrar en la noche, como en un espectáculo de magia.
Debimos estar anhelantes y ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez palabras incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió, cortada en el centro de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron despedidos, como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes. “Hay que pararlos, dijo la voz de León. Ya basta”. Pero antes que intentáramos movernos, el Cojo había abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la embestida y ambos rodaron por el suelo. Se retorcían sobre la arena, revolviéndose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos. Esta vez la lucha fue breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del río, como durmiendo. Me aprestaba a correr hacia ellos cuando, quizá adivinando mi intención, alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído, cimbreándose peor que un borracho. Era el Cojo.
En el forcejeo, habían perdido hasta las mantas, que reposaban un poco más allá, semejando una piedra de muchos vértices. “Vamos”, dijo León. Pero esta vez también ocurrió algo que nos mantuvo inmóviles. Justo se incorporaba, difícilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubriendo la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una visión horrible. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se tambaleaba. No había apartado su brazo de la cara. Escuchamos entonces, una voz que todos conocíamos, pero que no hubiéramos reconocido esta vez si nos hubiera tomado de sorpresa en las tinieblas.
—¡Julián! —grito el Cojo. —¡Dile que se rinda!
Me volví a mirar a Leonidas, pero encontré atravesado el rostro de León: observaba la escena con expresión atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras del Cojo, Justo, sin duda, apartó su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debió arrojarse sobre el enemigo extrayendo las últimas fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se libró fácilmente de esa acometida sentimental e inútil, saltando hacia atrás:
—¡Don Leonidas! —gritó de nuevo con acento furioso e implorante. —¡Dígale que se rinda!
—¡Calla y pelea! —bramó Leonidas, sin vacilar.
Justo había intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leonidas, que era viejo y había visto muchas peleas en su vida, sabíamos que no había nada que hacer ya, que su brazo no tenía vigor ni siquiera para rasguñar la piel aceitunada del Cojo. Con la angustia que nacía de lo más hondo, subía hasta la boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándose, los vimos forcejear en cámara lenta todavía un momento, hasta que la sombra se fragmentó una vez más: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yacía Justo, el Cojo se había retirado hacia los suyos y, todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar. Junté mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hundía a ratos en el cuerpo flácido, mojado y frío, de malagua varada. Briceño y León se quitaron sus sacos, lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqué la manta de Leonidas, que estaba unos pasos más allá, y con ella le cubrí la cara, a tientas, sin mirar. Luego, entre los tres lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando los pasos, en dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos llevaría a la ciudad. —No llore, viejo —dijo León. —No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras.
Leonidas no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo.
A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunté.
—¿Lo llevamos a su casa, don Leonidas?
—Sí —dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le decía.
Soy un pinche chamaco. Lo sé porque todos lo saben. Ya deja, pinche chamaco. Deja allí, pinche chamaco. Qué haces, pinche chamaco. Son cosas que oigo todos los días. No importa quién las diga. Y es que las cosas que hago, en honor a la verdad, son las que haría cualquier pinche chamaco. Si bien que lo sé.
Una vez me dediqué a matar moscas. Junte setentaidós y las guardé en una bolsa de plástico. A todos les dio asco, a pesar de que las paredes no quedaron manchadas porque tuve el cuidado de no aplastarlas. Sólo embarré una, la más gorda de todas. Pero luego la limpié. Lo que menos les gustó, creo, es que las agarraba con la mano. Pero la verdad es que eran una molestia. Lo decía mi mamá: pinches moscas. Lo dijo papá: pinche calor: no aguanto a las moscas: pinche vida. Hasta lo dije yo: voy a matarlas. Nadie dijo que no lo hiciera. En cuanto se fueron a dormir su siesta, tomé el matamoscas y maté setentaidós. Concha me vio cómo tomaba las moscas muertas con la mano y las metía en una bolsa de plástico. Les dijo a ellos. Y ellos me dijeron pinche chamaco, no seas cochino. En vez de agradecérmelo. Y me quitaron el matamoscas y echaron la bolsa al cesto y me volvieron a decir pinche chamaco hijo del diablo.
Yo ya sabía entonces que lo que hacía es lo que hacen todos los pinches chamacos. Como Rodrigo. Rodrigo deshojó un ramo de rosas que le regalaron a su madre cuando la operaron y le dijeron pinche chamaco. Creo que hasta le dieron una paliza. O Mariana, que se robó un gatito recién nacido del departamento 2 para meterlo en el microondas y le dijeron pinche chamaca.
Los pinches chamacos nos reuníamos a veces en el jardín del edificio. Y no es que nos gustara ser a propósito unos pinches chamacos. Pero había algo en nosotros que así era, ni modo. Por ejemplo, un día a Mariana se le ocurrió excavar. Entre los tres excavamos toda una tarde: no encontramos tesoros: ni encontramos piedras raras para la colección: ni siquiera lombrices. Encontramos huesos. El papá de Rodrigo dijo: pinche hoyo. Y la mamá: son huesos. Vino la policía y dijo que eran huesos humanos. Yo no sé bien a bien lo que pasó allí, pero la mamá de Mariana desapareció algunos días. Estaba en la cárcel, me dijo Concha. Rodrigo escuchó que su papá había dicho que ella había matado a alguien y lo había enterrado allí. Cuando volvió, supe que todos éramos unos pinches chamacos metiches pendejos. Rodrigo me aclaró las cosas: la policía pensaba que ella había matado a alguien pero no, se había salvado de las rejas. ¿Qué son las rejas?, pregunté. La cárcel, buey.
Ya no volvimos a jugar a excavar. Tampoco pudimos vernos durante un buen tiempo. A mí, mis papás me decían que no debía juntarme con ellos. A ellos les dijeron lo mismo, que yo era un pinche chamaco desobligado mentiroso. A Rodrigo le dieron unos cuerazos.
Tiempo después, cuando ya a nadie le importó que los pinches chamacos volviéramos a vernos, Mariana tuvo otra ocurrencia: hay que excavar más. No ¿qué no ves lo que estuvo a punto de pasarle a tu mamá? No pasó nada, qué, dijo. Para que nadie nos viera, hicimos guardias. Excavamos en otra parte y no encontramos nada de huesos. Luego en otra: tampoco había huesos: pero sí un tesoro: una pistola. Debe valer mucho. Yo digo que muchísimo. A lo mejor con eso mataron al señor del hoyo. A lo mejor. Sí, hay que venderla.
Escondimos la pistola en el cuarto donde guarda sus cosas el jardinero. Rodrigo dijo que él sabía cómo se usan las pistolas. Mi papá tiene una y me deja usarla cuando vamos a Pachuca. Mariana no le creyó. Has de ver mucha televisión, eso es lo que pasa.
Al día siguiente la volvimos a sacar y la envolvimos en un periódico. ¿Cómo la vendemos? ¿A quién se la vendemos? Al señor Miranda, el de la tienda. Fuimos con el señor Miranda y nos vio con unos ojos que se le salían. Nos dijo: se las voy a comprar sólo por que me caen bien. Sí, sí. Bueno. Pero nadie debe saberlo, ¿eh? Nos dio una caja de chicles y cincuenta pesos. El resto de la tarde nos dedicamos a mascar hasta que se acabó la caja.
A la semana siguiente, la colonia entera sabía que el señor Miranda tenía una pistola. La verdad, yo no se lo dije a nadie, sólo a Concha. Y lo único que se le ocurrió decirme fue pinche chamaco. Lo que inventas. O que dices. Tu imaginación. Hasta que el señor Miranda nos llamó un día y nos dijo: ya dejen, pinches chamacos. Dedíquense a otras cosas. Déjense de chismeríos. Pónganse a jugar. Nos dio tres paletas heladas para que lo dejáramos de jorobar.
En esos días, para no aburrirnos, nos dedicamos a juntar caracoles. Nos gustaba lanzarlos desde la azotea. O les echábamos sal para ver cómo se deshacían. O los metíamos en los buzones. En poco tiempo ya no había manera de encontrar un solo caracol en todo el jardín. Luego quisimos seguir juntando piedras raras, pero alguien nos tiró la colección a la basura. O deplanamente se la robó.
Fue entonces cuando decidimos escapar. Fue idea de Mariana.
Me puse mi chamarra y saqué mi alcancía, que la verdad no iba a tener muchas monedas porque Concha toma dinero de ahí cuando le falta para el gasto. Mariana también salió con su chamarra y con la billetera de su papá. Hay que correrle, decía, si se dan cuenta nos agarran. Rodrigo no llevó nada.
Caminamos como una hora. Llegamos a una plaza que ninguno de los tres conocíamos. ¿Y ahora?, preguntó Rodrigo. Hay que descansar, pedí. Yo tengo hambre. Yo también. Vamos a un restaurante. ¿Dónde hay uno? Le podemos preguntar a ese señor. Señor, ¿sabe dónde hay un restaurante? Sí, en esa esquina, ¿qué no lo ven?
Era un restaurante chiquito. Rodrigo nos contó qué él había ido a muchos restaurantes en su vida. La carta, le dijo el señor. Nos trajo hamburguesas con queso y tres cocas. ¿Quién va a pagar?, preguntó el señor. Yo, dijo Mariana, y sacó la billetera de su papá. Está bien. Escuchamos que le decía al cocinero pinches chamacos si serán bien ladrones.
Nos dio las tres hamburguesas y las tres cocas. Comimos. Y Mariana pagó.
Y ahora, ¿qué hacemos? Cállate, me calló Mariana. Mi papá ya debe haberse dado cuenta de que le falta su billetera. ¿Estás preocupada? ¿Por qué?, ya nos fuimos, ¿o no? Sí. Y ahora, ¿qué hacemos?
Vamos a platicar con el señor Miranda.
Rodrigo hizo parada a un taxi. Llévenos a la calle Argentina. ¿Quién pagará? Mariana le enseñó la billetera. Pinches chamacos le robaron el dinero a sus papás, ¿verdad? ¿Nos va a llevar o no?, le preguntó Rodrigo. Ustedes pagan, dijo.
El taxista nos llevó a unas pocas cuadras de allí. Era una calle solitita. Ahora denme el dinero. No, qué. Miren, pinches chamacos, o me lo dan o los mato. Es nuestro. Se los voy a robar como ustedes lo robaron, ¿verdad? También tu alcancía, me dijo. Yo le di la alcancía. Así es, pinches chamacos. Y ahora bájense.
Pinche viejo, dijo Mariana. Si hubiera tenido la pistola, le doy un balazo, dijo Rodrigo. Deplanamente. Me dan ganas de ahorcarlo. Sin dinero ya no podemos ir a un hotel. Yo he ido a muchos hoteles, dijo Rodrigo. Pero sin dinero… Por qué no vamos con el señor Miranda a pedirle nuestra pistola. Sí, eso es. La pistola. A ver así quién se atreve a robarnos.
Un señor nos dijo hacia dónde quedaba Argentina. Y luego: ¿están perdidos? Sí, un poco perdidos. Sigan derecho, derecho hasta Domínguez, ahí dan vuelta a la izquierda, ¿Me entendieron? ¿Saben cuál es Domínguez? Yo no sabía, pero Mariana dijo que ella sí. La verdad, era un señor muy amable.
Para no hacer el cuento largo, llegamos con el señor Miranda cuando ya era de noche. ¿Y ahora qué quieren?, nos preguntó, ya voy a cerrar. Queremos la pistola. Sí, y que nos venda unas balas. Miren, pinches chamacos, ya les dije que se dejaran de chismes. Tomen un chicle y váyanse. No, la verdad queremos sólo la pistola. Voy a cerrar, así es que lárguense sin chicles, ¿entendieron?
Rodrigo tomó una bolsa de pinole, la abrió y le echó un buen puñado en los ojos al pobre señor Miranda. Pinches chamacos, van a ver con sus papás. El viejito se cayó al piso. Yo me le eché encima de la cabeza y le jalé los pelos. Mientras, Mariana le pellizcaba un brazo con todas sus ganas. Busca la pistola, córrele, le dijimos a Rodrigo. ¿Dónde? Allí abajo. No, no está. Allí, junto a la caja. Suéltenme, pinches chamacos, gritaba. Tampoco, no está aquí. ¿Dónde está, pinche viejo? Si no me sueltan… Aquí está, gritó Rodrigo, aquí está. ¿Dónde estaba? En el cajón.
Y ahora qué. ¿Lo matamos? Mariana se había abrazado de las piernas del señor Miranda para que no se moviera tanto. Ve si tiene balas. Sí, si tiene balas. ¿Le damos un plomazo? ¿Qué es plomazo? Que si lo matamos, buey. Sí, mátalo. Pinches chamacos…
El ruido del disparo fue horroroso, yo pensaba que los balazos no sonaban tanto. Al pobre del señor Miranda le salió mucha sangre de la cabeza y se quedó muerto. ¿Está muerto? Pues sí, ¿qué no te das cuenta? Ya ven cómo sí sé disparar pistolas. Puta, dijo Mariana. Sí, puta.
Vámonos antes de que llegue alguien. Nos fuimos por Argentina, derechito, corriendo a todo lo que podíamos. Hasta que llegamos cerca de la escuela de Rodrigo. Pinche chamaca, dijo una señora con la que se tropezó Mariana, fíjate por dónde caminas.
No sé cómo lo hizo, pero Rodrigo sacó rapidísimamente la pistola y le dio un plomazo en la panza. La señora cayó al piso y empezó a gritar. No está muerta, le dije, tienes que darle otro plomazo. Rodrigo le dio otro plomazo en la cabeza.
Ahora sí, comprobó Mariana, está fría. ¿La tocaste o qué? Está muerta, buey.
Al parecer, otros oyeron el ruido del balazo porque la gente se juntó alrededor de la muerta. Rodrigo se había guardado ya la pistola en la bolsa de su chamarra.
¡Llamen a una ambulancia! ¡Llamen a la policía! ¡Llamen a alguien! ¡La mataron! Yo creo que fue un balazo. ¿Ya le tomaron el pulso? Yo lo oí. Salí corriendo de la casa a ver qué pasaba y me encuentro con que… Yo vi correr a un hombre. Llevaba una pistola en la mano. Debes atestiguar. Claro, nomás venga la policía. No, no respira. Quítense, pinches chamacos, qué no ven que está muerta. No hay seguridad en esta colonia. Es un pinche peligro. ¿Le robaron la bolsa? Sí, yo vi que el hombre corría con la pistola y la bolsa de la señora. Era una bolsa blanca… ¿Qué no oyeron, pinches chamacos metiches? Si sus papás los vieran haciendo bulto… Eran dos, llevaban pistolas y la bolsa… Yo la conozco es Mariquita, la de don Gustavo. Lo triste que se va a poner el hombre.
En cuanto oímos el ruido de las sirenas, Mariana dijo mejor vámonos, podemos tener problemas.
No debimos matarla, les dije mientras caminábamos hacia la avenida. Fue culpa de ella. Además, así son las cosas, a mucha gente la matan igual, en la calle, con pistola. No debes preocuparte. Dicen que te vas al cielo cuando te matan a balazos. Sí, es cierto, yo ya había oído eso. ¿Tú crees que el señor Miranda se vaya al cielo? Claro, tonto.
Mariana le hizo la parada a un taxi. ¿A dónde vamos? No tenemos dinero para pagarle. Ay, qué ingenuo eres, me dijo. A la calle de López, dijo Rodrigo. ¿Cuál calle de López? ¿Saben qué hora es? No, le dije. Son las diez. ¿Nos va a llevar o no?, le preguntó Mariana. Miren, pinches chamacos, si sus papás los dejan andar a estas horas tomando taxis no es mi problema, así es que largo, largo de aquí. Rodrigo sacó la pistola y le apuntó a la cara. Ah, pinche chamaco, además te voy a dar una paliza por andarme jodiendo.
Y cuando le iba a quitar la pistola, Rodrigo disparó el plomazo con las dos manos. Le entró la bala por el ojo. Lo mandamos derechito al cielo, qué duda.
Yo sé manejar, dijo Rodrigo. Pero no fue cierto, en cuanto pudimos hacer a un lado al taxista, Rodrigo trató de echar a andar el coche y no pudo. Debes meterle primera. Ya sé; ya sé. Déjame a mí, dijo Mariana. Se puso al volante, metió la primera y el coche caminó un poco, dando saltos. Mejor vamos a pie, les dije. Sí, este coche no funciona muy bien.
Antes de abandonar el taxi, Rodrigo esculcó en los bolsillos del taxista hasta que encontró el dinero. Hay más de cien pesos. Quítale también el reloj. Luego lo vendemos. Mariana guardó el dinero, yo me puse el reloj y Rodrigo se escondió la pistola en la chamarra.
En el hotel fue la misma bronca, que si dónde están sus papás, que si saben qué hora es, que si un hotel no es para que jueguen los chamacos, que si alquilar un cuarto cuesta, que dónde está el dinero. Váyase a la chingada, dijo Rodrigo alfinmente, y todos echamos a correr.
Caminamos un rato hasta que Mariana tuvo una buena idea. Ya sé, podríamos ir a dormir a casa de la señora Ana Dulce. ¿Con esa pinche vieja? Sí, buey, dijo Rodrigo, nos metemos en su casa, le damos un plomazo y nos quedamos allí a dormir. Puta, que si es buena idea…
La señora Ana Dulce nos abrió. ¿Qué quieren? ¿Nos deja usar su teléfono?, le dijimos para guaseárnosla. Pinches chamacos, ¿saben qué hora es? Nos metimos a la casa sin importarnos las amenazas de la vieja: voy a llamarle a la policía para decirle que se escaparon de sus casas. Van a ver la cueriza que les van a poner. Vi cómo Mariana discutía con Rodrigo. Ahora me toca a mí. Si tú no sabes… Al parecer ganó Mariana porque tomó el arma y le disparó un plomazo a la señora Ana Dulce. Le dio en una pata. Luego disparó por segunda vez. ¿Qué tal?, dijo, te apuesto a que le di en el corazón. Yo pensaba lo mismo, a pesar de que la vieja chillaba del dolor como una loca y se retorcía en el piso. Al rato se calló.
La guardamos en un clóset. Rodrigo decía que era un cadáver. Luego cenamos pan con mantequilla y mermelada y nos metimos los tres a la cama con la pistola abajo de la almohada.
Durante los siguientes diez días no le dimos plomazos a nadie más. Nos quedaba una bala. Íbamos al parque todas las mañanas y comíamos y dormíamos en casa del cadáver, hasta que el espantoso olor del clóset nos hizo salir corriendo.
Ese día tuvimos la mala suerte de encontrarnos frente a frente con el papá de Mariana. ¡Pinches chamacos!, nos gritó. ¡Cómo los he buscado! ¡Van a ver la que les espera!
Nos esperaba una que ni la imaginábamos… A todos nos agarraron a patadas y cuerazos y cachetadas y puntapiés. Yo oía cómo gritaban Mariana y Rodrigo. MI mamá me dio un puñetazo en la cara que me sacó sangre de la nariz, y mi papá, un zopaco en la boca que casi me tira un diente. Por más que lloraba, no dejaban de darme y darme como a un perro.
Tardé un poco en dormirme. Pero en un ratito me desperté con el ruido de un plomazo. Ya Rodrigo debe haberse echado a sus papás, pensé. Luego se empezaron a oír gritos. Mis papás se despertaron también y corrieron a la puerta para ver qué pasaba.
La mamá de Rodrigo gritaba: ¡Lo mató, lo mató, lo mató! ¡El pinche chamaco lo mató! Cálmese, señora, quién mató a quién. Rodrigo salió en ese momento con la pistola en la mano. Córrele, me dijo a mí, antes de que nos agarren. Esto es la guerra. ¿Y Mariana?, le pregunté. Hay que ir por ella. No, qué, córrele.
Y sí: corrimos a madres. Fue un alivio encontrarnos con nuestra amiga en la calle. Ya se echó a sus papás, le anuncié. Puta, dijo Mariana, eso me imaginé. Y nos echamos a correr como si nos persiguiera una manada de perros rabiosos. No paramos hasta que Rodrigo se tropezó con una piedra y fue a dar al suelo. Le salía sangre de la cabeza.
Qué madrazo me di, nos dijo medio apendejado. Y sí que era un buen madrazo. Hasta se le veía un poco del hueso.
Los tres teníamos la piyama puesta y ellos dos estaban descalzos. Sólo yo tenía puestos los calcetines. ¿Me los prestas un rato?, me pidió Mariana, está haciendo mucho frío. Se los presté.
¿Y ahora qué hacemos? Ni modo que volver a casa del cadáver. Todavía tenemos la pistola, ¿o no?, podemos meternos a una casa y matar a quien nos abra. No seas buey, eso está cabrón. Además ya no tenemos balas. ¿Cómo se te ocurre que ahorita alguien nos va a abrir la puerta? Es cierto, somos unos matones. No es por eso.
Me dieron ganas de orinar del frío que estaba haciendo. Una parte me hice en los calzones y otra sobre la llanta de un coche. Pinche cochino, me dijo Mariana. A Rodrigo le dio risa.
Caminamos un rato hasta que nos encontramos con una casa que tenía las ventanas rotas. Debe estar abandonada. Seguro. Terminamos de romper uno de los cristales y nos metimos. Estaba oscurísimo.
Encontramos un cuarto en el que se metía un poquito de la luz de la calle. Hicimos a un lado los escombros y nos echamos al piso, muy juntos para tratar de calentarnos, hasta que nos quedamos dormidos, alfinmente dormidos.
A la mañana siguiente, con los huesos adoloridos, desperté a los otros. Pudimos ver ahora sí el cuarto en el que habíamos dormido. Estaba muy húmedo y sucio. Había latas vacías de cerveza, colillas de cigarros, bolsas de plástico, cáscaras de naranja y cantidad de tierra. Olía a puritita mierda.
Mariana tiritaba de frío, aunque estaba calientísima. Es calentura, estoy seguro, les dije. Un calenturón como para llamar al doctor. Cuál doctor, se encabronó Rodrigo. ¿Qué sientes?, le pregunté. Ella ni contestó. Sólo tiritaba y tiritaba.
Hay que comprar aspirinas. Es cierto, le dije. Rodrigo se ofreció a buscar una farmacia mientras yo cuidaba a Mariana.
Esperamos horas y horas hasta que a Mariana se le quitó la temblorina. Cuando me dijo que ya se sentía bien le expliqué que Rodrigo había ido a buscar una farmacia para comprarle aspirinas y que todavía no regresaba. Pues ya se tardó. Claro que ya se tardó. Algo debe haberle pasado.
Lo buscamos hasta que nos perdimos y ya no sabíamos cómo regresar a la casa donde habíamos dormido. Teníamos un hambre espantosa. Y sin dinero. Y sin pistola. Y sin casa donde nos dieran de comer.
Lo demás fue idea de Mariana. En un semáforo nos pusimos a pedir dinero a los conductores de los coches. Cuando llenamos los bolsillos de monedas las contamos: eran nueve pesos con veinte centavos. En una tienda compramos dos bolsas de papas y dos refrescos.
Después de comer nos acostamos en el pastito del camellón. Durante mucho tiempo nos pusimos a hablar de Rodrigo. ¿Qué le había pasado? Sabe. ¿Lo habrá agarrado la policía por matar a sus papás? A lo mejor sólo está perdido. Como nosotros. O quizá lo agarraron cuando quiso matar al de la farmacia. ¿Cómo, si no tiene balas? O lo atropellaron. Quién sabe. O le dieron un plomazo por metiche.
Se hizo de noche y no teníamos dónde dormir. No nos quedó otra más que preguntar por la calle de López para ir a casa de la señora Ana Dulce. Aunque oliera feo, al menos habría una cama.
Tardamos como dos horas en llegar. Afuera de la casa de la señora Ana Dulce había un policía. Yo creo que… Sí, sí, no necesitas explicarme nada. ¿Qué hacemos? Puta, ahora sí me la pones canija.
Nos metimos a dormir a un terreno baldío en el que había ratas. Puta madre que estoy seguro. La pasamos delachingadamente.
Despertamos mojados y con el pelo hecho hielitos. Teníamos un hambre espantosa. Y si vamos a la casa. ¿Qué dices? No ves que Rodrigo se echó a su papá. Pues Rodrigo es Rodrigo. A lo mejor ahorita ya está muerto.
Concha fue la primera en vernos: pinches chamacos, van a ver la que les espera.
Y es cierto: la que nos esperaba… Pero, con el carácter de Mariana, tampoco se imaginaron nunca la que les esperaba a ellos.
"Si me tocaras el corazón"(se aconseja que copies todo el texto, si deseas verlo, cuenta con análisis de la obra)Isabel Allende, Chile, 1943-.
...por un tiempo se extasiaron en una intimidad absoluta que confundieron con el amor..
Amadeo Peralta se crió en la pandilla de su padre y llegó a ser un matón, como todos los hombres de su familia. Su padre opinaba que los estudios son para maricones, no se requieren libros para triunfar en la vida, sino cojones y astucia, decía, por eso formó a sus hijos en la rudeza. Con el tiempo, sin embargo, comprendió que el mundo estaba cambiando muy rápido y que sus negocios necesitaban consolidarse sobre bases más estables. La época del pillaje desenfadado había sido reemplazada por la corrupción y el despojo solapado, era hora de administrar la riqueza con criterio moderno y mejorar su imagen. Reunió a sus hijos y les impuso la tarea de hacer amistad con personas influyentes y aprender asuntos legales, para que siguieran prosperando sin peligro de que les fallara la impunidad. También les encomendó buscar novias entre los apellidos más antiguos de la región, a ver si lograban lavar el nombre de los Peralta de tanta salpicadura de barro y de sangre. Para entonces Amadeo había cumplido treinta y dos años y tenía muy arraigado el hábito de seducir muchachas para luego abandonarlas, de modo que la idea del matrimonio no le gustó nada, pero no se atrevió a desobedecer a su padre. Comenzó a cortejar a la hija de un hacendado cuya familia había vivido en el mismo lugar por seis generaciones. A pesar de la turbia fama del pretendiente, ella lo aceptó, porque era muy poco agraciada y temía quedarse soltera.
Ambos iniciaron entonces uno de los aburridos noviazgos de provincia, incómodo en su traje de lino blanco y sus botines lustrados, Amadeo la visitaba todos los días bajo la mirada atenta de la futura suegra o de alguna tía, y mientras la señorita servía café y pasteles de guayaba, él atisbaba el reloj calculando el momento oportuno de despedirse.
Pocas semanas antes de la boda, Amadeo Peralta tuvo que hacer un viaje de negocios por la provincia. Así llegó a Agua santa, uno de esos lugares donde nadie se queda y cuyo nombre los viajeros rara vez recuerdan. Pasaba por una calle angosta, a la hora de la siesta, maldiciendo el calor y ese olor dulzón de mermelada de mangos que agobiaban el aire, cuando escuchó un sonido cristalino como de agua deslizándose entre piedras, que provenía de una casa modesta, con la pintura descascarada por el sol y la lluvia, como casi todas por allí. A través de la reja divisó un zaguán de baldosas oscuras y paredes encaladas, al fondo un patio y más allá la visión sorprendente de una muchacha sentada en el suelo con las piernas cruzadas, sosteniendo sobre las rodillas un salterio de madera rubia. Se quedó un rato observándola.
-Ven, niña -la llamó, por último. Ella levantó la cara y a pesar de la distancia él distinguió los ojos asombrados y la sonrisa incierta en un rostro todavía infantil-. Ven conmigo -mandó, imploró Amadeo con la voz seca.
Ella vaciló. Las últimas notas quedaron suspendidas en el aire del patio como una pregunta. Peralta la llamó de nuevo, ella se puso de pie y se acercó, él metió el brazo entre los barrotes de la reja, corrió el pestillo, abrió la puerta y la cogió de la mano, mientras le recitaba todo su repertorio de galán, jurándole que la había visto en sueños, que la había buscado toda su vida, que no podía dejarla ir y que era la mujer destinada para él, todo lo cual podía haber omitido, porque la muchacha era simple de espíritu y no comprendió el sentido de sus palabras, aunque tal vez la sedujo el tono de la voz. Hortensia había cumplido recién quince años y su cuerpo estaba listo para el primer abrazo, aunque ella no lo sabía ni podía darle un nombre a esas inquietudes y temblores.
Para él fue tan fácil llevarla hasta su coche y conducirla a un descampado, que una hora después ya la había olvidado por completo. Tampoco pudo recordarla cuando una semana más tarde ella apareció de súbito en su casa, a ciento cuarenta kilómetros de distancia, vestida con un delantal de algodón amarillo y alpargatas de lona, con su salterio bajo el brazo encendida por la fiebre del amor.
Cuarenta y siete años más tarde, cuando Hortensia fue rescatada del foso donde había permanecido sepultada y los periodistas viajaron de todas partes del país para fotografiarla, ni ella misma sabía ya su nombre ni como llegó hasta allí.
-¿Por qué la tuvo encerrada como una bestia miserable? -acosaron los reporteros a Amadeo Peralta.
-Porque se me dio la gana -replicó él calmadamente. Para entonces ya tenía ochenta años y estaba tan lúcido como siempre, pero no comprendía aquel alboroto tardío por algo ocurrido tanto tiempo atrás.
No estaba dispuesto a dar explicaciones. Era hombre de palabra autoritaria, patriarca y bisabuelo, nadie se atrevía a mirarlo a los ojos y hasta los curas lo saludaban con la cabeza inclinada. En su larga vida acrecentó la fortuna heredada de su padre, se adueñó de todas las tierras desde las ruinas del fuerte español hasta los límites del Estado y después se lanzó a una carrera política que lo convirtió en el cacique más poderoso de la zona. Se casó con la hija fea del hacendado, con ella tuvo nueve descendientes legítimos y con otras mujeres engendró un número impreciso de bastardos, sin guardar recuerdos de ninguna porque tenía el corazón definitivamente mutilado para el amor. A la única que no pudo descartar del todo fue a Hortensia, porque se le quedó pegada en la conciencia como una persistente pesadilla. Después del breve encuentro con ella entre las yerbas de un terreno baldío, regresó a su casa, su trabajo y su desabrida novia de familia honorable.
Fue Hortensia quien lo buscó hasta encontrarlo, fue ella quien se le atravesó por delante y se aferró a su camisa con una aterradora sumisión de esclava. Vaya lío, pensó él entonces, yo a punto de casarme con pompa y fanfarria y esta niña desquiciada se me cruza en el camino. Quiso deshacerse de ella, pero al verla con su vestido amarillo y sus ojos suplicantes le pareció un desperdicio no aprovechar la oportunidad y decidió esconderla mientras se le ocurría alguna solución.
Y así, casi por descuido, Hortensia fue a parar al sótano del antiguo ingenio de azúcar de los Peralta, donde permaneció enterrada durante toda su vida. Era un recinto amplio, húmedo, oscuro asfixiante en verano y frío en algunas noches de la temporada seca, amoblado con unos cuantos trastos y un jergón. Amadeo Peralta no se dio tiempo para acomodarla mejor, a pesar de que algunas veces acarició la fantasía de convertir a la muchacha en una concubina de cuentos orientales, envuelta en tules leves y rodeada de plumas de pavo real, cenefas de brocado, lámparas de vidrios pintados, muebles dorados de patas torcidas y alfombras peludas donde él pudiera caminar descalzo. Tal vez lo habría hecho si ella le hubiera recordado sus promesas, pero Hortensia era como un pájaro nocturno, uno de esos guácharos ciegos que habitan al fondo de las cuevas, sólo necesitaba un poco de alimento y agua. El vestido amarillo se le pudrió en el cuerpo y acabó desnuda.
-El me quiere, siempre me ha querido -declaró cuando la rescataron los vecinos. En tantos años de encierro había perdido el uso de las palabras y la voz le salía a sacudones, como un ronquido de moribundo.
Las primeras semanas Amadeo pasó mucho tiempo en el sótano con ella, saciando su apetito que creyó inagotable. Temiendo que la descubrieran y celoso hasta de sus propios ojos, no quiso exponerla a la luz natural y sólo dejó entrar un rayo tenue a través de la claraboya de ventilación. En la oscuridad retozaron en el mayor desorden de los sentidos, con la piel ardiente y el corazón convertido en un cangrejo hambriento. Allí los olores y sabores adquirían una cualidad extrema. Al tocarse en las tinieblas lograban penetrar en la esencia del otro y sumergirse en las intenciones más secretas. En ese lugar sus voces resonaban con un eco repetido, las paredes les devolvían ampliados los murmullos y los besos. El sótano se convirtió en un frasco sellado donde se revolcaron como gemelos traviesos navegando en aguas amnióticas, dos criaturas turgentes y aturdidas. Por un tiempo se extraviaron en una intimidad absoluta que confundieron con el amor.
Cuando Hortensia se dormía, su amante salía a buscar algo de comer y antes de que ella despertara regresaba con renovados bríos a abrazarla de nuevo. Así debieron amarse hasta morir derrotados por el deseo, debieron devorarse el uno al otro o arder como una antorcha doble pero nada de eso ocurrió. En cambio, sucedió lo más previsible y cotidiano, lo menos grandioso. Antes de un mes, Amadeo Peralta se cansó de los juegos, que ya empezaban a repetirse, sintió la humedad royéndole las articulaciones y comenzó a pensar en todo lo que había al otro lado del antro. Era hora de volver al mundo de los vivos y recuperar las riendas de su destino.
-Espérame aquí, niña. Voy afuera a hacerme muy rico. Te traeré regalos, vestidos y joyas de reina -le dijo al despedirse.
-Quiero hijos -dijo Hortensia.
-Hijos no, pero tendrás muñecas.
En los meses siguientes Peralta se olvidó de los vestidos, las joyas y las muñecas. Visitaba a Hortensia cada vez que se acordaba, no siempre para hacer el amor, a veces sólo para oírla tocar alguna melodía antigua en el salterio, le gustaba verla inclinada sobre el instrumento pulsando las cuerdas. En ocasiones llevaba tanta prisa que no alcanzaba a cruzar ni una palabra con ella, le llenaba los cántaros de agua, le dejaba una bolsa de provisiones y partía. Cuando se olvidó de hacerlo por nueve días y la encontró moribunda, comprendió la necesidad de conseguir alguien que lo ayudara a cuidar a su prisionera, porque su familia, sus viajes, sus negocios y sus compromisos sociales lo mantenían muy ocupado.
Una india hermética le sirvió para este fin. Ela guardaba la llave del candado y entraba regularmente a limpiar el calabozo y limpiar los líquenes que le crecían a Hortensia en el cuerpo como una flora delicada y pálida, casi invisible al ojo desnudo, olorosa a tierra removida y a cosa abandonada.
-¿No tuvo lástima de esa pobre mujer? -le preguntaron a la india cuando también a ella se la llevaron detenida, acusada de complicidad en el secuestro, pero ella no contestó y se limitó a mirar de frente con ojos impávidos y lanzar un escupitajo negro de tabaco.
No, no tuvo lástima porque creyó que la otra tenía vocación de esclava y por lo mismo era feliz siéndolo, o que era idiota de nacimiento y, como tantos en su condición, mejor estaba encerrada que expuesta a las burlas y peligros de la calle. Hortensia no contribuyó a cambiar la opinión que su carcelera tenía de ella, jamás manifestó alguna curiosidad por el mundo, no intentó salir a respirar aire limpio ni se ..... de nada. Tampoco parecía aburrida, su mente estaba detenida en algún momento de la infancia y la soledad terminó por perturbarla del todo. En realidad se fue convirtiendo en una criatura subterránea. En esa tumba se agudizaron sus sentidos y aprendió a ver lo invisible, la rodearon alucinantes espíritus que la conducían de la mano por otros universos.
Mientras su cuerpo permanecía encogido en algún rincón, ella viajaba por el espacio sideral como una partícula mensajera, viviendo en un territorio oscuro, más allá de la razón. Si hubiera tenido un espejo para mirarse se habría aterrado de su propio aspecto, pero como no podía verse no percibió su deterioro, no supo de las escamas que le brotaron en la piel, de los gusanos de seda que anidaron en su largo cabello convertido en estopa, de las nubes plomizas que le cubrieron los ojos ya muertos de tanto atisbar en la penumbra.
No sintió como le crecían las orejas para captar los sonidos externos, aun los más tenues y lejanos, como la risa de los niños en el recreo de la escuela, la campanilla del vendedor de helados, los pájaros en vuelo, el murmullo del río. Tampoco se dio cuenta de que sus piernas antes graciosas y firmes, se torcieron para acomodarse a la necesidad de estar quieta y de arrastrarse, ni que las uñas de los pies le crecieron como pezuñas de bestia, los huesos se le transformaron en tubos de vidrio, el vientre se le hundió y le salió una joroba. Sólo las manos mantuvieron su forma y tamaño, ocupadas siempre en el ejercicio del salterio, aunque ya sus dedos no recordaban las melodías aprendidas y en cambio le arrancaban al instrumento el llanto que no le salía del pecho.
De lejos Hortensia parecía un triste mono de feria y de cerca inspiraba una lástima infinita. Ella no tenía conciencia alguna de esas malignas transformaciones, en su memoria guardaba intacta la imagen de sí misma, seguía siendo la misma muchacha que vio reflejada por última vez en el cristal en el cristal de la ventana del automóvil de Amadeo Peralta, el día que la condujo a su guarida. Se creía tan bonita como siempre y continuó actuando como si lo fuera, de ese modo el recuerdo de su belleza quedó agazapado en su interior y cualquiera que se le aproximara lo suficiente podía vislumbrar bajo su aspecto externo de enano prehistórico.
Entretanto Amadeo peralta, rico y temido, extendía por toda la región la red de su poder. Los domingos se sentaba a la cabecera de una larga mesa, con sus hijos y nietos varones; sus secuaces y cómplices, y con algunos invitados especiales, políticos y jefes militares a quienes trataba con una cordialidad ruidosa, no exenta de la altanería necesaria para que recordaran quién era el amo.
A sus espaldas se rumoreaba de sus víctimas; de cuantos dejó en la ruina o hizo desaparecer, de los sobornos a las autoridades, de que la mitad de su fortuna provenía del contrabando; pero nadie estaba dispuesto a buscar pruebas. Decían también que Peralta mantenía a una mujer prisionera en un sótano. Esta parte de su leyenda negra se repetía con mayor certeza que la de sus negocios ilegítimos, en verdad muchos lo sabían y con el tiempo se convirtió en un secreto a voces.
Una tarde de mucho calor, tres niños se escaparon de la escuela para bañarse en el río. Pasaron un par de horas chapoteando en el lodo de la orilla y luego se fueron a vagar cerca del antiguo ingenio de azúcar de los Peralta, cerrado desde hacía dos generaciones, cuando la caña dejó de ser rentable. El lugar tenía fama de hechizado, decían que se escuchaban ruidos de demonios y muchos habían visto por allí a una bruja desgreñada invocando a las ánimas de los esclavos muertos. Exaltados por la aventura, los muchachos se metieron en la propiedad y se acercaron al edificio de la fábrica. Pronto se atrevieron a entrar en las ruinas, recorrieron los amplios cuartos de anchas paredes de adobe y vigas roídas por el comején, sortearon la maleza crecida del suelo, los cerros de basura y mierda de perro, las tejas podridas y los nidos de culebras.
Dándose valor a fuerza de bromas, empujándose, llegaron hasta la sala de molienda, una habitación enorme abierta al cielo, con restos de máquinas despedazadas, donde la lluvia y el sol habían creado un jardín imposible y donde creyeron percibir un rastro penetrante de azúcar y sudor. Cuando empezaba a quitárseles el susto, oyeron con toda claridad un canto monstruoso. Temblando, trataron de retroceder, pero la atracción del horror pudo más que el miedo y se quedaron agazapados escuchando hasta que la última nota se les clavó en la frente. Poco a poco lograron vencer la inmovilidad, se sacudieron el espanto y empezaron a buscar el origen de esos extraños sonidos, tan diferentes a cualquier música conocida, y así dieron con una pequeña trampa a ras del suelo, cerrada con un candado que no pudieron abrir. Sacudieron la plancha de madera que cerraba la entrada y un indescriptible olor a fiera enjaulada les golpeó la cara. Llamaron, pero nadie respondió, sólo oyeron al otro lado un sordo jadeo. Entonces partieron corriendo a avisar a gritos que habían descubierto la puerta del infierno.
El barullo de los niños no pudo ser acallado y así los vecinos comprobaron finalmente lo que sospechaban desde hacía décadas. Primero llegaron las madres detrás de sus hijos a atisbar por las ranuras de la trampa, y ellas también escucharon las notas terribles del salterio, muy diferentes a la melodía banal que atrajo a Amadeo Peralta al detenerse en una callejuela de Agua Santa para secarse el sudor de la frente. Detrás de ellas acudió un tropel de curiosos y por último, cuando ya se había juntado una muchedumbre, aparecieron los policías y los bomberos, que hicieron saltar la puerta a hachazos y se metieron al hoyo con sus lámparas y sus bártulos de incendio. En la cueva encontraron a una criatura desnuda, con la piel fláccida colgando en pálidos pliegues, que arrastraban unos mechones grises por el suelo y gemía aterrorizada por el ruido y la luz. Era Hortensia, brillando con fosforescencia de madreperla bajo las linternas implacables de los bomberos, casi ciega, con los dientes gastados y las piernas tan débiles que casi no podía tenerse de pie. La única señal de su origen humano, era un viejo salterio apretado contra su regazo.
La noticia produjo indignación en todo el país. En las pantallas de televisión y en los periódicos apareció la mujer rescatada del agujero donde pasó la vida, mal cubierta por una manta que alguien le puso sobre los hombros. La indiferencia que durante casi medio siglo rodeó a la prisionera, se convirtió en pocas horas en pasión por vengarla y socorrerla. Los vecinos improvisaron piquetes para linchar a Amadeo Peralta, atacaron su casa, lo sacaron a rastras y si si la Guardia no llega a tiempo para quitárselo de las manos, lo habrían despedazado en la plaza. Para callar la culpa de haberla ignorado durante tanto tiempo, todo el mundo quiso ocuparse de Hortensia. Se reunió dinero para darle una pensión, se juntaron toneladas de ropa y medicamentos que ella no necesitaba y varias organizaciones de beneficencia se dieron a la tarea de rasparle la mugre, cortarle el cabello y vestirla de pies a cabeza, hasta convertirla en una anciana común. Las monjas le prestaron una cama en el asilo de indigentes y durante meses la tuvieron amarrada para que no se escapara de vuelta al sótano, hasta que por fin se acostumbró a la luz del día y se resignó a vivir con otros seres humanos.
Aprovechando el furor público atizado por la prensa, los numerosos enemigos de Amadeo Peralta reunieron por fin el valor para lanzarse en picada en su contra. Las autoridades, que durante años ampararon sus abusos, le cayeron encima con el garrote de la ley. La noticia ocupó la atención de todos durante el tiempo suficiente para conducir al viejo caudillo a la cárcel y luego se fue esfumando hasta desaparecer del todo. Rechazado por sus familiares y amigos, convertido en símbolo de todo lo abominable y abyecto, hostilizado por los guardianes y por sus compañeros de infortunio, estuvo en prisión hasta que lo alcanzó la muerte. Permanecía en su celda, sin salir nunca al patio con los otros reclusos. Desde allí podía oír los ruidos de la calle.
Cada día, a las diez de la mañana, Hortensia caminaba con su vacilante paso de loca hasta el penal y le entregaba al vigilante de la puerta una marmita caliente para el preso.
-El casi nunca me dejó con hambre -le decía al portero en tono de excusa. Después se sentaba en la calle a tocar el salterio, arrancándole unos gemidos de agonía imposible de soportar. En la esperanza de distraerla y hacerla callar, algunos pasantes le daban una moneda.
Encogido al otro lado de los muros, Amadeo Peralta escuchaba ese sonido que parecía provenir del fondo de la tierra y que le atravesaba los nervios. Ese reproche cotidiano debía significar algo, pero no podía recordar. A veces sentía unos ramalazos de culpa, pero en seguida le fallaba la memoria y las imágenes del pasado desaparecían en una niebla densa. No sabía por que estaba en esa tumba y poco a poco olvidó también el mundo de la luz, abandonándose a la desdicha.
"Una venganza"
Isabel Allende, Chile, 1943-. El mediodía radiante en que coronaron a Dulce Rosa Orellano con los jazmines de la Reina del Carnaval, las madres de las otras candidatas murmuraron que se trataba de un premio injusto, que se lo daban a ella sólo porque era la hija del Senador Anselmo Orellano, el hombre más poderoso de toda la provincia. Admitían que la muchacha resultaba agraciada, tocaba el piano y bailaba como ninguna, pero había otras postulantes a ese galardón mucho más hermosas. La vieron de pie en el estrado, con su vestido de organza y su corona de flores saludando a la muchedumbre y entre dientes la maldijeron. Por eso, algunas de ellas se alegraron cuando meses más tarde el infortunio entró en la casa de los Orellano sembrando tanta fatalidad, que se necesitaron veinticinco años para cosecharla. La noche de la elección de la reina hubo baile en la Alcaldía de Santa Teresa y acudieron jóvenes de remotos pueblos para conocer a Dulde Rosa. Ella estaba tan alegre y bailaba con tanta ligereza que muchos no percibieron que en realidad no era la más bella, y cuando regresaron a sus puntos de partida dijeron que jamás habían visto un rostro como el suyo. Así adquirió inmerecida fama de hermosura y ningún testimonio posterior pudo desmentirla. La exagerada descripción de su piel traslúcida y sus ojos diáfanos, pasó de boca en boca y cada quien le agregó algo de su propia fantasía. Los poetas de ciudades apartadas compusieron sonetos para una doncella hipotética de nombre Dulce Rosa. El rumor de esa belleza floreciendo en la casa del Senador Orellano llegó también a oídos de Tadeo Céspedes, quien nunca imaginó conocerla, porque en los años de su existencia no había tenido tiempo de aprender versos ni mirar mujeres. Él se ocupaba sólo de la Guerra Civil. Desde que empezó a afeitarse el bigote tenía un arma en la mano y desde hacía mucho vivía en el fragor de la pólvora. Había olvidado los besos de su madre y hasta los cantos de la misa. No siempre tuvo razones para ofrecer pelea, porque en algunos períodos de tregua no había adversarios al alcance de su pandilla, pero incluso en esos tiempos de paz forzosa vivió como un corsario. Era hombre habituado a la violencia. Cruzaba el país en todas direcciones luchando contra enemigos visibles, cuando los había, y contra las sombras, cuando debía inventarlos, y así habría continuado sí su partido no gana las elecciones presidenciales. De la noche a la mañana pasó de la clandestinidad a hacerse cargo del poder y se le terminaron los pretextos para seguir alborotando. La última misión de Tadeo Cérpedes fue la expedición punitiva a Santa Teresa. Con ciento veinte hombres entró al pueblo de noche para dar un escarmiento y eliminar a los cabecillas de la oposición. Balearon las ventanas de los edificios públicos, destrozaron la puerta de la iglesia y se metieron a caballo hasta el altar mayor, aplastando al Padre Clemente que se les plantó por delante, y siguieron al galope con un estrépito de guerra en dirección a la villa del Senador Orellano, que se alzaba plena de orgullo sobre la colina. A la cabeza de una docena de sirvientes leales, el Senador esperó a Tadeo Céspedes, después de encerrar a su hija en la última habitación del patio y soltar a los perros. En ese momento lamentó, como tantas otras veces en su vida, no tener descendientes varones que lo ayudaran a empuñar las armas y defender el honor de su casa. Se sintió muy viejo, pero no tuvo tiempo de pensar en ello, porque vio en las laderas del cerro el destello terrible de ciento veinte antorchas que se aproximaban espantando a la noche. Repartió las últimas municiones en silencio. Todo estaba dicho y cada uno sabía que antes del amanecer debería morir como un macho en su puesto de pelea.–El último tomará la llave del cuarto donde está mí hija y cumplirá con su deber –dijo el Senador al oír los primeros tiros.Todos esos hombres habían visto nacer a Dulce Rosa y la tuvieron en sus rodillas cuando apenas caminaba, le contaron cuentos de aparecidos en las tardes de invierno, la oyeron tocar el piano y la aplaudieron emocionados el día de su coronación como Reina del Carnaval. Su padre podía morir tranquilo, pues la niña nunca caería viva en las manos de Tadeo Céspedes. Lo único que jamás pensó el Senador Orellano fue que a pesar de su temeridad en la batalla, el último en morir sería él. Vio caer uno a uno a sus amigos y comprendíóó> por fin la inutilidad de seguir resistiendo. Tenía una bala en el vientre y la vista difusa, apenas distinguía las sombras trepando por las altas murallas de su propiedad, pero no le falló el entendimiento para arrastrarse hasta el tercer patio. Los perros reconocieron su olor por encima del sudor, la sangre y la tristeza que lo cubrían y se apartaron para dejarlo pasar. Introdujo la llave en la cerradura, abrió la pesada puerta y a través de la niebla metida en sus ojos vio a Dulce Rosa aguardándolo. La niña llevaba el mismo vestido de organza usado en la fiesta de Carnaval y había adornado su peinado con las flores de la corona.–Es la hora, hija –dijo gatillando el arma mientras a sus pies crecía un charco de sangre.–No me mate, padre –replicó ella con voz firme–. Déjeme viva, para vengarlo y para vengarme.
El Senador Anselmo Orellano observó el rostro de quince años de su hija e imaginó lo que haría con ella Tadeo Céspedes, pero había gran fortaleza en los ojos transparentes de Dulce Rosa y supo que podría sobrevivir para castigar a su verdugo. La muchacha se sentó sobre la cama y él tomó lugar a su lado, apuntando la puerta. Cuando se calló el bullicio de los perros moribundos, cedió la tranca, saltó el pestillo y los primeros hombres írrumpieron en la habitación, el Senador alcanzó a hacer seis disparos antes de perder el conocimiento. Tadeo Céspedes creyó estar soñando al ver un ángel coronado de jazmines que sostenía en los brazos a un viejo agonizante, mientras su blanco vestido se empapaba de rojo, pero no le alcanzó la piedad para una segunda mirada, porque venía borracho de violencia y enervado por varias horas de combate.–La mujer es para mí –dijo antes de que sus hombres le pusieran las manos encima.
Amaneció un viernes plomizo, teñido por el resplandor del incendio. El silencio era denso en la colina. Los últimos gemidos se habían callado cuando Dulce Rosa pudo ponerse de pie y caminar hacia la fuente del jardín, que el día anterior estaba rodeada de magnolias y ahora era sólo un charco tumultuoso en medio de los escombros. Del vestido no quedaban sino jirones de organza, que ella se quitó lentamente para quedar desnuda. Se sumergió en el agua fría. El sol apareció entre los abedules y la muchacha pudo ver el agua volverse rosada al lavar la sangre que le brotaba entre las piernas y la de su padre, que se había secado en su cabello. Una vez limpia, serena y sin lágrimas, volvió a la casa en ruinas, buscó algo para cubrirse, tomó una sábana de bramante y salió al camino a recoger los restos del Senador. Lo habían atado de los pies para arrastrarlo al galope por las laderas de la colina hasta convertirlo en un guiñapo de lástima, pero guiada por el amor, su hija pudo reconocerlo sin vacilar. Lo envolvió en el paño y se sentó a su lado a ver crecer el día. Así la encontraron los vecinos de Santa Teresa cuando se atrevieron a subir a la villa de los Orellano. Ayudaron a Dulce Rosa a enterrar a sus muertos y a apagar los vestigios del incendio y le suplicaron que se fuera a vivir con su madrina a otro pueblo, donde nadie conociera su historia, pero ella se negó. Entonces formaron cuadrillas para reconstruir la casa y le regalaron seis perros bravos para cuidarla.Desde el mismo instante en que se llevaron a su padre aún vivo, y Tadeo Céspedes cerró la puerta a su espalda y se soltó el cinturón de cuero, Dulce Rosa vivió para vengarse. En los años siguientes ese pensamiento la mantuvo despierta por las noches y ocupó sus días, pero no borró del todo su risa ni secó su buena voluntad. Aumentó su reputación de belleza, porque los cantores fueron por todas partes pregonando sus encantos imaginarios, hasta convertirla en una leyenda viviente. Ella se levantaba cada día a las cuatro de la madrugada para dirigir las faenas del campo y de la casa, recorrer su propiedad a lomo de bestia, comprar y vender con regateos de sirio, criar animales y cultivar las magnolias y los jazmines de su jardín. Al caer la tarde se quitaba los pantalones, las botas y las armas y se colocaba los vestidos primorosos, traídos de la capital en baúles aromáticos. Al anochecer comenzaban a llegar sus visitas y la encontraban tocando el piano, mientras las sirvientas preparaban las bandejas de pasteles y los vasos de horchata. Al principio muchos se preguntaron cómo era posible que la joven no hubiera acabado en una camisa de fuerza en el sanatorio o de novicia en las monjas carmelitas, sin embargo, como había fiestas frecuentes en la villa de los Orellano, con el tiempo la gente dejó de hablar de la tragedia y se borró el recuerdo del Senador asesinado. Algunos caballeros de renombre y fortuna lograron sobreponerse al estigma de la violación y, atraídos por el prestigio de belleza y sensatez de Dulce Rosa, le propusieron matrimonio. Ella los rechazó a todos, porque su misión en este mundo era la venganza.Tadeo Céspedes tampoco pudo quitarse de la memoria esa noche aciaga. La resaca de la matanza y la euforia de la violación se le pasaron a las pocas horas, cuando iba camino a la capital a rendir cuentas de su expedición de castigo. Entonces acudió a su mente la niña vestida de baile y coronada de jazrnines, que lo soportó en silencio en aquella habitación oscura donde el aire estaba impregnado de olor a pólvora. Volvió a verla en el momento final, tirada en el suelo, mal cubierta por sus harapos enrojecidos, hundida en el sueño compasivo de la inconsciencia y así siguió viéndola cada noche en el instante de dormir, durante el resto de su vida. La paz, el ejercicio del gobierno y el uso del poder, lo convirtieron en un hombre reposado y laborioso. Con el transcurso del tiempo se perdieron los recuerdos de la Guerra Civil y la gente empezó a llamarlo don Tadeo. Se compró una hacienda al otro lado de la sierra, se dedicó a administrar justicia y acabó de alcalde. Si no hubiera sido por el fantasma incansable de Dulce Rosa Orellano, tal vez habría alcanzado cierta felicidad, pero en todas las mujeres que se cruzaron en su camino, en todas las que abrazó en busca de consuelo y en todos los amores perseguidos a lo largo de los años, se le aparecía el rostro de la Reina del Carnaval. Y para mayor desgracia suya, las canciones que a veces traían su nombre en versos de poetas populares no le permitían apartarla de su corazón. La imagen de la joven creció dentro de él, ocupándolo enteramente, hasta que un día no aguantó más. Estaba en la cabecera de una larga mesa de banquete celebrando sus cincuenta y siete años, rodeado de amigos y colaboradores, cuando creyó ver sobre el mantel a una criatura desnuda entre capullos de jazmines y comprendió que esa pesadilla no lo dejaría en paz ni después de muerto. Dio un golpe de puño que hizo temblar la vajilla y pidió su sombrero y su bastón.–¿Adónde va, don Tadeo? –preguntó el Prefecto. –A reparar un daño antiguo –respondió saliendo sin despedirse de nadie.No tuvo necesidad de buscarla, porque siempre supo que se encontraba en la misma casa de su desdicha y hacia allá dirigió su coche. Para entonces existían buenas carreteras y las distancias parecían más cortas. El paisaje había cambiado en esas décadas, pero al dar la última curva de la colina apareció la villa tal como la recordaba antes de que su pandilla la tomara por asalto. Allí estaban las sólidas paredes de piedra de río que él destruyera con cargas de dinamita, allí los viejos artesonados de madera oscura que prendieron en llamas, allí los árboles de los cuales colgó los cuerpos de los hombres del Senador, allí el patio donde masacró a los perros. Detuvo su vehículo a cien metros de la puerta y no se atrevió a seguir, porque sintió el corazón explotándole dentro del pecho. Iba a dar media vuelta para regresar por donde mismo había llegado, cuando surgió entre los rosales una figura envuelta en el halo de sus faldas. Cerró los párpados deseando con toda su fuerza que ella no lo reconociera. En la suave luz de la seis percibió a Dulce Rosa Orellano que avanzaba flotando por los senderos del jardín. Notó sus cabellos, su rostro claro, la armonía de sus gestos, el revuelo de su vestido y creyó encontrarse suspendido en un sueño que duraba ya veinticinco años.
–Por fin vienes, Tadeo Céspedes –dijo ella al divisarlo, sin dejarse engañar por su traje negro de alcalde ni su pelo gris de caballero, porque aún tenía las mismas manos de pirata.–Me has perseguido sin tregua. No he podido amar a nadie en toda mi vida, sólo a ti –murmuró él con la voz rota por la vergüenza.
Dulce Rosa Orellano suspiró satisfecha. Lo había llamado con el pensamiento de día y de noche durante todo ese tiempo y por fin estaba allí. Había llegado su hora. Pero lo miró a los ojos y no descubrió en ellos ni rastro del verdugo, sólo lágrimas frescas. Buscó en su propio corazón el odio cultivado a lo largo de su vida y no fue capaz de encontrarlo. Evocó el instante en que le pidió a su padre el sacrificio de dejarla con vida para cumplir un deber, revivió el abrazo tantas veces maldito de ese hombre y la madrugada en la cual envolvió unos despojos tristes en una sábana de bramante. Repasó el plan perfecto de su venganza pero no sintió la alegría esperada, sino, por el contrario, una profunda melancolía. Tadeo Céspedes tornó su mano con delicadeza y besó la palma, mojándola con su llanto. Entonces ella comprendió aterrada que de tanto pensar en él a cada momento, saboreando el castigo por anticipado, se le dio vuelta el sentimiento y acabó por amarlo.En los días siguientes ambos levantaron las compuertas del amor reprimido y por vez primera en sus ásperos destinos se abrieron para recibir la proximidad del otro. Paseaban por los jardines hablando de sí mismos, sin omitir la noche fatal que torció el rumbo de sus vidas. Al atardecer, ella tocaba el piano y él fumaba escuchándola hasta sentir los huesos blandos y la felicidad envolviéndolo como un manto y borrando las pesadillas del tiempo pasado. Después de cenar Tadeo Céspedes partía a Santa Teresa, donde ya nadie recordaba la vieja historia de horror. Se hospedaba en el mejor hotel y desde allí organizaba su boda, quería una fiesta con fanfarria, derroche y bullicio, en la cual participara todo el pueblo. Descubrió el amor a una edad en que otros hombres han perdido la ilusión y eso le devolvió la fortaleza de su juventud. Deseaba rodear a Dulce Rosa de afecto y belleza, darle todas las cosas que el dinero pudiera comprar, a ver si conseguía compensar en sus años de viejo, el mal que le hiciera de joven. En algunos momentos lo invadía el pánico. Espiaba el rostro de ella en busca de los signos del rencor, pero sólo veía la luz del amor compartido y eso le devolvía la confianza. Así pasó un mes de dicha.
Dos días antes del casamiento, cuando ya estaban armando los mesones de la fiesta en el jardín, matando las aves y los cerdos para la comilona y cortando las flores para decorar la casa, Dulce Rosa Orellano se probó el vestido de novia. Se vio reflejada en el espejo, tan parecida al día de su coronación como Reina del Carnaval, que no pudo seguir engañando a su propio corazón. Supo que jamás podría realizar la venganza planeada porque amaba al asesino, pero tampoco podría callar al fantasma del Senador, así es que despidió a la costurera, tomó las tijeras y se fue a la habitación del tercer patio que durante todo ese tiempo había permanecido desocupada.
Tadeo Céspedes la buscó por todas partes, llamándola desesperado. Los ladridos de los perros lo condujeron al otro extremo de la casa. Con ayuda de los jardineros echó abajo la puerta trancada y entró al cuarto donde una vez viera a un ángel coronado de jazmines. Encontró a Dulce Rosa Orellano tal como la viera en sueños cada noche de su existencia, con el mismo vestido de organza ensangrentado, y adivinó que viviría hasta los noventa años, para pagar su culpa con el recuerdo de la única mujer que su espíritu podía amar."Secreto a voces"
Mónica LavínSeguramente alguien ya lo había leído. Irene no lo encontró en su mochila, donde a veces lo traía con el temor de que en casa su hermano lo abriera. El diario no tenía llave, así es que lo sujetaba con una liga a la que colocaba una pluma —del plumero— con la curva hacia el lomo de la libreta. De esa manera, cualquier cambio en la colocación de la pluma, delataba una intromisión. Nunca pensó que en la escuela alguien se atrevería a sacarlo de su mochila.
Se acordó de la tía Beatriz con rabia. Cómo se le había ocurrido regalárselo. “A mí me dieron un diario a los quince años, así es que decidí hacer lo mismo contigo.” Deseó no haber tenido nunca ese libro de tapas de piel roja. Ahora estaba circulando por el salón, quién sabe por cuántas manos, por cuántos ojos.
Miró de soslayo, sin atreverse a un franco recorrido de las caras de sus compañeros que resolvían los problemas de trigonometría. Temía toparse con alguna mirada burlona, poseedora de sus pensamientos escondidos.
Repasó las numerosas páginas donde estaba escrito cuánto le gustaba Germán, cómo le parecían graciosos esos ojos color miel en su cara pecosa y cómo se le antojaba que la sacara a bailar en las fiestas del grupo. Más lo pensaba y se ponía colorada. Menos mal que había notado la pérdida en la última clase del día. No podría haber resistido el recreo, ni las largas horas de clases de la mitad de la mañana, sabiéndose entre los labios de todos y que su amor por Germán era un secreto a voces.
Justo el día anterior, Germán se había sentado junto a ella a la hora de la biblioteca. Debían hacer un resumen de un cuento leído la semana anterior. Como no se podía hablar, Germán le pasó un papelito pidiendo ayuda. “SOS, yo analfabeta.” Con dibujitos y flechas, Irene le contó la historia que Germán a duras penas entendía y se empezaron a reír. La maestra se acercó al lugar del ruido y atrapó el papelito cuando Germán lo arrugaba de prisa entre sus manos. La salida de la hora de biblioteca les valió una primera plática extra escolar y dos puntos menos en lengua y literatura.Todo eso había escrito Irene en su libreta roja el miércoles 23 de abril, mencionando también qué bien se le veía el mechón de pelo castaño sobre la frente y cómo era su sonrisa mientras le pedía disculpas y le invitaba un helado, el viernes por la tarde, como desagravio. Los mismos latidos agitados de su corazón al darle el teléfono, estaban consignados en esa última página plagada de corazones con una G y una I que ahora, todos, incluso el mismo Germán, conocían.Al sonar la campana, abandonó deprisa el salón, y hasta fue grosera con Marisa.—¿Qué te pasa?, parece que te picó algo.—Me siento mal —contestó sin mirarla siquiera y preparando su ausencia del día siguiente.En la casa, por la tarde, recordó ese menjurje que le dieron una vez para que devolviera el estómago. Agua mineral, un pan muy tostado y sal; todo en la licuadora. Cuando llegó su madre del trabajo, la encontró inclinada sobre el excusado y con la palidez de quien ha echado fuera los intestinos.
Pasó la mañana del viernes en pijama, intentando leer El licenciado Vidriera que era tarea para el mes siguiente pero decidiéndose por Los crímenes de la calle Morgue, pues al fin y al cabo no pensaba volver más a esa secundaria. Poco se pudo concentrar, pensando en las líneas de su libreta que ahora eran del dominio público y planeando la manera de argumentar en su casa un cambio de escuela. Era tal su voluntad de olvidarse del salón de clases, que ni siquiera reparó en que era viernes y que había quedado con Germán de tomar un helado hasta que sonó el teléfono.—Te llama un compañero, Irene —gritó su madre.No pudo negarse a contestar, habría tenido que dar una explicación a su madre, así es que se deslizó con pesadez hasta el teléfono del pasillo.—Lo tengo —gritó para que su madre colgara.—Bueno.—Hola, soy Germán. ¿Qué te pasó?—Me enfermé del estómago.—¿Y todavía te animas al helado? —se le oyó con cierto temor.Irene se quedó callada buscando una respuesta tajante.—No, no me siento bien.—Entonces voy a visitarte —dijo decidido—, así te llevo el tema de la investigación de biología. Nos tocó juntos.
No tuvo más remedio que darle su dirección, bañarse a toda prisa y vestirse. Esa intempestiva voluntad de Germán por verla era una clara prueba de que la sabía suspirando por él. Ahora tendría que ser fría, desmentir aquellas confesiones escritas en el diario como si fueran de otra.Germán llegó puntual y con una cajita de helado de limón pues “era bueno para el dolor de estómago”. Irene se empeñó en estar seca, distante y sin mucho entusiasmo por el trabajo que harían juntos. La cara de Germán fue perdiendo la sonrisa que a ella tanto le gustaba.
Antes de despedirse, y con el ánimo notoriamente disminuido después de la efusiva llegada con el helado de limón, Germán le pidió el temario para los exámenes finales pues él lo había perdido. Irene subió a la recámara y hurgó sin mucho éxito por los cajones del escritorio y en su mochila. Se acordó de pronto que apenas el jueves había cambiado todo a la mochila nueva. Dentro del clóset oscuro, metió la mano en la mochila vieja y se topó con algo duro. Lo sacó despacio, era el diario de las tapas rojas con la curva de la pluma hacia el lomo.
Bajó de prisa las escaleras.—Lo encontré —dijo aliviada—, pero el temario no.Germán la miró sin entender nada.—Es que ya no iba a volver a la escuela —explicó turbiamente—. ¿Quieres helado?—Ya me iba —contestó Germán, aún dolido.—No, todo ha sido un malentendido. No te puedo explicar, pero quédate, por favor—intentó Irene.—Está bien —contestó Germán con esa sonrisa que a ella tanto le gustaba y el mechón castaño sobre la frente, sin saber que esa tarde quedaría escrita en un libro de tapas rojas.
Hicimos planes que jamás se cumplieron.Publicamos revistas y colecciones efímeras.Aprendimos que no se escribe en el vacío.Somos el instrumento y la consecuenciade lo que está pasando tras la ventana en la calle.Otra lección:dar importancia a la tarea, no al productor.Nunca creernos "escritores".(Como trasfondosiempre las carcajadas de Monsiváis y Luis Prieto.)Allí también, en ese departamento sin muebles casi,Virginia Woolf, Henry James, E. M. Forster.Y por supuesto Borges, Paz, Carpentier y Neruda.Y dos entonces desconocidos en México:Julio Cortázar y Juan Carlos Onetti.Algo salió de aquellas tardes en apariencia perdidas.Y, contra todo, somos lo que queríamos ser entonces.[1]José Emilio Pacheco
[1] Pitol, Sergio: El arte de la fuga (Era), Letras contemporáneas, retrato de una época —el principio de los años sesenta— de gran agilidad cultural y política.
"La reina"
José Emilio Pacheco, México, D. F.[2] (1939-2014)"Oh reina, rencorosa y enlutada"... Porfirio Barba Jacob ADELINA apartó el rizador de pestañas y comenzó a aplicarse el rímel. Una línea de sudor manchó su frente. La enjugó con un kleenex y volvió a extender el maquillaje. Eran las diez de la mañana. Todo lo impregnaba el calor. Un organillero tocaba el vals Sobre las olas. Lo silenció el estruendo de un carro de sonido en que vibraban voces incomprensibles. Adelina se levantó del tocador, abrió el ropero y escogió un vestido floreado. La crinolina ya no se usaba pero, según la modista, no había mejor recurso para ocultar un cuerpo como el suyo.
Se contempló indulgente en el espejo. Atravesó el patio interior entre las macetas y los bates de béisbol, las manoplas y gorras que Óscar dejó como para estorbarle el camino, entró en el baño y subía a la balanza. Se descalzó. Piso de nuevo la cubierta de hule junto a los números. Se quitó el vestido y probó por tercera vez. La balanza marcaba 80 kilos. Debía estar descompuesta: era el mismo peso registrado una semana atrás al iniciar los ejercicios y la dieta.
Caminó otra vez por el patio que era más bien un pozo de luz con vidrios traslucidos. Un día, como predijo Óscar, el patio iba a desplomarse si Adelina no adelgazaba. Se imaginó cayendo en la tienda de ropa. Los turcos, inquilinos de su padre, la detestaban. Como iban a reírse Aziyadé y Nadir al verla sepultada bajo metros y metros de popelina.
Al llegar al comedor vio como por vez primera los lánguidos retratos familiares: ella a los seis meses, triunfadora en el concurso “El bebé más robusto de Veracruz”. A los nueve años, en el teatro Clavijero, declamando Madre o mamá de Juan de Dios Peza. Óscar, recién nacido, flotante en un moisés enorme, herencia de su hermana. Óscar, el año pasado, pitcher en la Liga Infantil del Golfo. Sus padres el día de la boda, el aún con uniforme de cadete. Guillermo en la proa del Durango, ya con gorra e insignias de capitán. Guillermo en el acto de estrechar la mano al señor presidente en ocasión de unas maniobras navales. Hortensia al fondo, con sombrilla, tan ufana de su marido y tan cohibida por hallarse entre la esposa del gobernador y la diputada Goicochea. Adelina, quince años, bailando con su padre el vals Fascinación. Qué día. Mejor ni acordarse. Quién la mandó invitar a las Osorio. Y el chambelán que no llegó al Casino: prefirió arriesgar su carrera y exponerse a la hostilidad de Guillermo -su implacable y marcialmente sádico profesor en la Heroica Escuela Naval- antes que hacer el ridículo valsando con Adelina. -Qué triste es todo -se oyó decirse-. Ya estoy hablando sola. Es por no desayunarme-. Fue a la cocina. Se preparó en la licuadora un batido de plátanos y leche condensada. Mientras lo saboreaba hojeó Huracán de amor. No había visto ese número de “La Novela Semanal”, olvidado por su madre junto a la estufa. -Hortensia es tan envidiosa... ¿por qué me seguirá escondiendo sus historietas y sus revistas como si yo todavía fuera una niñita? “No hay más ley que nuestro deseo”, afirmaba un personaje en Huracán de amor. Adelina se inquietó ante el torso desnudo del hombre que aparecía en el dibujo. Pero nada comparable a cuando encontró en el portafolios de su padre Corrupción en el internado para señoritas y La seducción de Lisette. Si Hortensia -o peor: Guillermo-la hubieran sorprendido... Regresó al baño después de cepillarse los dientes se enjuagó con Listerine y se frotó los incisivos con la toalla. Cuando iba hacia su cuarto sonó el teléfono. -Gorda…-¿Qué quieres pinche enano maldito? -Cálmate, gorda, es un recado de our father. ¿Por qué amaneciste tan furiosa, Adelina? Debes de haber subido otros cien kilos. -Qué te importa idiota, imbécil. Ya dime lo que vas a decirme. Tengo prisa-¿Prisa? Ah sí, seguramente vas a desfilar como reina del carnaval en vez de Leticia ¿no? -Mira, estúpido, esa negra, débil mental, no es reina ni es nada. Lo que pasa es que su familia compró todos los votos y ella se acostó hasta con el barrendero de la Comisión Organizadora. Así quién no.-La verdad, gorda, es que te mueres de envidia. Qué darías por estar arreglándote para el desfile como Leticia. -¿El desfile? Ja, ja, no me importa el desfile. Tú, Leticia y todo el carnaval me valen una pura chingada. -Qué lindo vocabulario. Dime dónde lo aprendiste. No te lo conocía. Ojalá te oigan mis papás. -Vete al carajo.-Ya cálmate, gorda, ¿Qué te pasa? ¿De cuál fumaste? Ni me dejas hablar… Mira, dice mi papá que vamos a comer aquí en Boca del Río con el vicealmirante; que de una vez va ir a buscarte la camioneta porque luego, con el desfile, no va a haber paso. -No, gracias. Dile que tengo mucho que estudiar. Además ese viejo idiota del vicealmirante me choca. Siempre con sus bromitas y chistecitos imbéciles. Pobre de mi papá: tiene que celebrárselos. -Haz lo que te dé la gana, pero no tragues tanto ahora que nadie te vigila.-Cierra el hocico y ya no estés chingando -¿A que no le contestas así a mi mamá? ¿A que no, verdad? Voy a desquitarme, gorda maldita. Te vas a acordar de mí, bola de manteca. Adelina colgó furiosa el teléfono. Sintió ganas de llorar. El calor la rodeaba por todas partes. Abrió el ropero infantil adornado con calcomanías de Walt Disney. Sacó un bolígrafo y un cuaderno rayado. Fue a la mesa del comedor y escribió: Queridísimo Alberto:Por milésima vez hago en este cuaderno una carta que no te mandaré nunca y siempre te dirá las mismas cosas. Mi hermano acaba de insultarme por teléfono y mis papás no me quisieron llevar a Boca del Río. Bueno, Guillermo seguramente quiso; pero Hortensia lo domina. Ella me odia, por celos, porque ve cómo me adora mi papá y cuanto se preocupa por mí. Aunque si me quisiera tanto como yo creo ya me hubiera mandado a España, a Canadá, a no sé donde, lejos de este infierno que mi alma, sin ti, ya no soporta. Se detuvo. Tachó “que mi alma, sin ti, ya no soporta.” Alberto mío, dentro de un rato voy a salir. Te veré de nuevo, por más que no me mires, cuando pases en el carro alegórico de Leticia. Te lo digo de verdad: Ella no te merece. Te ves tan... tan, no sé cómo decirlo, con tu uniforme de cadete. No ha habido en toda la historia un cadete como tú. Y Leticia no es tan guapa como supones. Si, de acuerdo, tal vez sea atractiva, no lo niego: por algo llegó a ser reina del carnaval. Pero su tipo resulta, ¿cómo te diré?, muy vulgar, muy corriente. ¿No te parece?Y es tan coqueta. Se cree muchísimo, La conozco desde que estábamos en kinder. Ahora es íntima de las Osorio y antes hablaba muy mal de ellas. Se juntan para burlarse de mí porque soy más inteligente y saco mejores calificaciones. Claro, es natural: no ando en fiestas ni cosas de ésas, los domingos no voy a dar vueltas al zócalo, ni salgo todo el tiempo con muchachos. Yo sólo pienso en ti, amor mío, en el instante en el que tus ojos se volverán al fin para mirarme. Pero tú, Alberto, ¿me recuerdas? Seguramente ya te has olvidado de que nos conocimos hace dos años –acababas de entrar en la Naval- una vez que acompañé a mi papá a Antón Lizardo. Lo esperé en la camioneta. Tú estabas arreglando el yip y te acercaste. No me acuerdo de ningún otro día tan hermoso como aquel en que nuestras vidas se encontraron para ya no separarse jamás. Tachó “para ya no separarse jamás”. Conversamos muy lindo mucho tiempo. Quise dejarte como recuerdo mi radio de transistores. No aceptaste. Quedamos en vernos el domingo para ir al zócalo y a tomar un helado en el “Yucatán”.Te esperé todo el día ansiosamente. Lloré tanto esa noche... Pero luego comprendí: no llegaste para que nadie dijese que tu interés en cortejarme era para ser hija de alguien tan importante en la Armada como mi padre.En cambio, te lo digo sinceramente, nunca podré entender por qué la noche del fin de año en el Casillo Español bailaste todo el tiempo con Leticia y cuando me acerqué y ella nos presentó dijiste: “mucho gusto”. Alberto: se hace tarde. Salgo a tú encuentro. Sólo unas palabras antes de despedirme. Te prometo que esta vez sí adelgazaré y en el próximo carnaval, como lo oyes. yo voy a ser ¡LA REINA! (Mi cara no es fea, todos lo dicen.) ¿Me llevarás a nadar a Mocambo, donde una vez te encontré con Leticia?(Por fortuna ustedes no me vieron: estaba en traje de baño y corrí a esconderme entre los pinos.)Ah, pero el año próximo te juro, tendré un cuerpo más hermoso y más esbelto que el suyo. Todos los que nos miren ten envidiarán por llevarme del brazo.Chao, amor mío. Ya falta poco para verte. Hoy como siempre es toda tuya.AdelinaVolvió a su cuarto. Al verla hora en el despertador de Bugs Bunny dejó sobre la cama el cuaderno en que acababa de escribir, retocó el maquillaje ante el espejo, se persigno y bajo a toda prisa las escaleras de mosaico. Antes de abrir la puerta del zaguán respiró el olor a óxido y humedad. Pasó frente a la sedería de los turcos: Aziyadé y Nadir no estaban; sus padres se disponían a cerrar. En la esquina se encontró a dos compañeros de equipo de su hermano. (¿No habían ido con él a Boca del Río?) Al verla maquillada le preguntaron si iba a participar en el concurso de disfraces o había lanzado su candidatura para Rey Feo. Respondió con una mirada de furia. Se alejó taconeando bajo el olor a pólvora de buscapiés, palomas y brujas. No había tránsito: la gente caminaba por la calle tapizada de serpentinas, latas y cascos de cerveza. Encapuchados, mosqueteros, payasos, legionarios romanos, ballerinas, circasianas, amazonas, damas de la corte, piratas, napoleones, astronautas, guerreros aztecas y grupos y familias con máscaras, gorritos de cartón, sombreros zapatistas o sin disfraz avanzaban hacia la calle principal. Adelina apretó el paso. Cuatro muchachas se volvieron a verla y la dejaron atrás. Escuchó su risa unánime y pensó que se estarían burlando de ella como los amigos de Óscar. Luego caminó entre las mesas y los puestos de los portales, atestados de marimbas, conjuntos jarochos, vendedores de jaibas rellenas, billeteros de la Lotería Nacional. No descubrió a ningún conocido pero advirtió que varias la miraban con sorna. Pensó en sacar el espejito de su bolsa para ver si, inexperta, se había maquillado en exceso. Por vez primera empleaba los cosméticos de su madre. Pero ¿dónde se ocultaría para mirarse? Con grandes dificultades llegó a la esquina elegida. El calor y el estruendo informe la promiscua contigüidad de tantos extraños le provocaban un malestar confuso. Entre aplausos apareció la descubierta de charros y chinas poblanas. Bajo gritos y música desfiló la comparsa inicial: los jotos vestidos de pavos reales. Siguieron mulatos disfrazados de vikingos, guerreros aztecas cubiertos de serpentinas, estibadores con bikinis y penachos de rumbera. Desfilaron cavernarios, Kukluxklanes, la corte de Luís XV con sus blancas pelucas entalcadas y sus falsos lunares, Blanca Nieves y los Siete Enanos (Adelina sentía que la empujaban y la manoseaban). Barbazul en plena tortura y asesinato de sus mujeres, Maximiliano y Carlota en Chapultepec, pieles rojas, caníbales teñidos de betún y adornados con huesos humanos (la transpiración humedecía su espalda), Romeo y Julieta en el balcón de Verona. Hitler y sus mariscales llenos de monóculos y suásticas, gigantes y cabezudos, James Dean al frente de sus rebeldes sin causa, Pierrot, Arlequín y Colombina, doce Elvis Presleys que trataban de cantar en inglés y moverse como él. (Adelina cerró los ojos ante el brillo del sol y el caos de épocas, personajes, historias.) Empezaron los carros alegóricos, unos tirados por tractores. otros improvisados sobre camiones de redilas: el de la Cervecería Moctezuma, Miss México. Miss California, notablemente aterrada por lo que veía como un desfile salvaje, las Orquídeas del Cine Nacional, el Campamento Gitano -niñas que lloriqueaban por el calor, el miedo de caerse y la forzada inmovilidad-, el Idilio de los Volcanes según el calendario de Helguera, la Conquista de México, las Mil y una Noches, pesadilla de cartón, lentejuelas y trapos. La sobresaltaron un aliento húmedo de tequila y una caricia envolvente: -Véngase, mamazota, que aquí esta su rey-. Adelina, enfurecida, volvió la cabeza. Pero ¿hacia quién, cómo descubrir al culpable entre la multitud burlona o entusiasmada? Los carros alegóricos seguían desfilando: los Piratas en la Isla del Tesoro, Sangre Jarocha, Guadalupe la Chinaca, Raza de Bronce, Cielito Lindo, la Adelita, la Valentina y Pancho Villa, los Buzos en el país de las sirenas, los astronautas y los extraterrestres. Desde un inesperado balcón las Osorio, muertas de risa, se hicieron escuchar entre las músicas y gritos del carnaval: -Gorda, gorda: sube. ¿Qué andas haciendo allí abajo, revuelta con la plebe y los chilangos? La gente decente de Veracruz no se mezcla con los fuereños, mucho menos en carnaval. Todo el mundo pareció descubrirla, observarla, repudiarla. Adelina tragó saliva, apretó los labios: Primero muerta que dirigirles la palabra a las Osorio. Por fin, el carro de la reina y sus princesas. Leticia Primera en su trono bajo las espadas cruzadas de los cadetes. Alberto junto a ella muy próximo. Leticia toda rubores, toda sonrisitas, entre los bucles artificiales que sostenían la corona de hojalata. Leticia saludando en todas direcciones, enviando besos al aire. -Cómo puede cambiar la gente cuando está bien maquillada -se dijo Adelina. El sol arrancaba destellos a la bisutería del cetro, la corona, el vestido. Atronaban aplausos y gritos de admiración. Leticia Primera recibía feliz la gloria que iba a durar unas cuantas horas, en un trono destinado a amanecer en un basurero. Sin embargo Leticia era la reina y estaba cinco metros por encima de quien la observaba con odio. -Ojalá se caiga, ojalá haga el ridículo delante de todos, ojalá de tan apretado le estalle el disfraz y vean el relleno de hulespuma en sus tetas -murmuró entre dientes Adelina, ya sin temor de ser escuchada. -Ya verá, ya verá el año que entra: los lugares van a cambiarse. Leticia estará aquí abajo muerta de envidia y... -Una bolsa de papel arrojada desde quién sabe dónde interrumpió el monólogo sombrío: se estrelló en su cabeza y la baño de anilina roja en el preciso instante en que pasaba frente a ella la reina. La misma Leticia no pudo menos que descubrirla entre la multitud y reírse. Alberto quebrantó su pose de estatua y soltó una risilla. Fue un instante. El carro se alejaba. Adelina se limpió la cara con las mangas del vestido. Alzó los ojos hacia el balcón en que las Osorio manifestaban su pesar ante el incidente y la invitaban a subir. Entonces la baño una nube de confeti que se adhirió a la piel humedecida. Se abrió paso, intentó correr, huir, hacerse invisible. Pero el desfile había terminado. Las calles estaban repletas de chilangos, de jotos, de mariguanos. de hostiles enmascarados y encapuchados que seguían arrojando confeti a la boca de Adelina entreabierta por el jadeo, bailoteaban para cerrarle el paso, aplastaban las manos en sus senos, desplegaban espantasuegras en su cara, la picaban con varitas labradas de Apizaco. Y Alberto se alejaba cada vez más. No descendía del carro para defenderla, para vengarla, para abrirle camino con su espada. Y Guillermo, en Boca del Río, ya aturdido por la octava cerveza, festejaba por anticipado los viejos chistes eróticos del vicealmirante. Y bajo unas máscaras de Drácula y de FranKenstein surgían Aziyadé y Nadir, la acosaban en su huida, le cantaban, humillante y angustiosamente cantaban, un estribillo improvisado e interminable: -A Adelina / le echaron anilina / por no tomar Delgadina. / Poor noo toomar Deelgaadiinaa. Y los abofeteó y pateó y los niños intentaron pegarle y un Satanás y una Doña Inés los separaron. Aziyadé y Nadir se fueron canturreando el estribillo. Adelina pudo continuar la fuga hasta que al fin abrió la puerta de su casa, subió las escaleras y hallo su cuarto en desorden: Óscar estuvo allí con sus amigos de la novena de béisbol, Óscar no se quedó en Boca del Río, Óscar volvió con su pandilla, Óscar también anduvo en el desfile. Vio el cuaderno en el suelo, abierto y profanado por los dedos de Óscar, las manos de los otros. En las páginas de su última carta estaban las huellas digitales, la tinta corrida, las grandes manchas de anilina roja. Cómo se habrán burlado, cómo se estarán riendo ahora mismo, arrojando bolsas de anilina a las caras, puñados de confeti a las bocas, rompiendo huevos podridos en las cabezas, valiéndose de la impunidad conferida por sus máscaras y disfraces. -Maldito, puto, enano cabrón, hijo de la chingada. Ojalá te peguen. Ojalá te den en toda la madre y regreses chillando como un perro. Ojalá te mueras. Ojalá se mueran tú y la puta de Leticia y las pendejas de las Osorio y el cretino cadetito de mierda y el pinche carnaval y el mundo entero. Y mientras hablaba, gritaba, gesticulaba con doliente furia, rompía su cuaderno de cartas, pateaba los pedazos, arrojaba contra la pared el frasco de maquillaje, el pomo de rímel, la botella de Colonia Sanborns. Se detuvo. En el espejo enmarcado por figuras de Walt Disney miró su pelo rubio, sus ojos verdes, su cara lívida cubierta de anilina, grasa, confeti, sudor, maquillaje y lágrimas. Y se arrojó a la cama llorando, demoliéndose, diciéndose: -Ya verán, ya verán el año que entra.Extracto del texto “José Emilio Pacheco: naufragio en el desierto”, de Elena Poniatowska, publicado en el suplemento Semanal ,Nueva época, Núm. 62,La Jornada. México, 19 de agosto de 1990. JOSÉ EMILIO PACHECO nació en la ciudad de México en 1939. Siguió estudios de Derecho y Letras en la Universidad Autónoma, donde también empezó su carrera literaria y su labor periodística. En 1958 publica La sangre de Medusa, un breve libro con dos cuentos, editado por el gran narrador mexicano Juan José Arreola. Años después, su obra se acrecienta con varios cuentos en El viento distante; la novela Morirás lejos; el libro de relatos El principio del placer y su segunda novela Las batallas en el desierto. Pacheco es también un excelente poeta; son cinco los poemarios que ha publicado hasta la fecha: Los elementos de la noche, El reposo del juego, No me preguntes cómo pasa el tiempo, Irás y no volverás e Isla a la deriva, Los trabajos del mar, Miro la tierra, Ciudad de la memoria y una compilación de poemas traducidos: Aproximaciones.Dicen que por las mañanas lee los periódicos y que nada se le va. Que al medio día lee poemas, novelas, ensayos, crítica y nada se le va. Por la noche mira la televisión con su hija más pequeña y nada se le va.La vasta infamación de José Emilio Pacheco ha tenido una influencia decisiva en su vida profesional y familiar. A los diecinueve años abandona de manera definitiva, por cuestiones ideológicas, la carrera de abogado, y empieza entonces a recorrer las calles de su ciudad natal, la ciudad de México, y a escribir sobre sus rodillas a todas horas y en cualquier lugar. Recoge con avidez y precisión lo que observa desde la ventanilla del camión o desde la banca del parque. Empezó a capturar lo que le rodeaba desde muy pequeño, desde que interrumpía con preguntas impertinentes las conversaciones de “sus mayores”, desde que su abuela le enseñara a leer y lo introdujera a la literatura clásica mucho antes de asistir a la escuela. La literatura narrativa de Pacheco oscila entre el costumbrismo y el testimonio de la crisis, hace la crítica del tiempo moderno y regresa a desmenuzar con nostalgia los temas del mundo clásico. Ha sido colaborador en múltiples revistas, investigador y catedrático de varias universidades en el extranjero, antólogo, traductor, crítico. José Emilio Pacheco hurga, investiga, lee, camina por las calles y produce su obra: periodismo cultural, cuentos, novelas, teatro, adaptaciones cinematográficas. Pero el centro animador de su obra literaria es la poesía, de la cual ha publicado más de catorce libros.
"La noche de los feos"
Mario Benedetti, Uruguay (1920-2009)
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla,
o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿Qué está pensando?", pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."
"¿Algo cómo qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
"La fiesta ajena"Liliana Heder
ArgentinaNomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho: ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.
— No me gusta que vayas -le había dicho-. Es una fiesta de ricos.
— Los ricos también se van al cielo- dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
— Qué cielo ni cielo –dijo la madre-. Lo que pasa es que a usted m`hijita, le gusta cagar más arriba del culo.
A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado.
— Yo voy a ir porque estoy invitada -dijo-. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó.
— Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa Oíme, Rosaura –dijo por fin-, ésa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
— Calláte –grito-. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
— Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo; Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo.
La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas.
— ¿Monos en un cumpleaños? –dijo-. ¡Por favor! Vos sí que te crées todas las pavadas que te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica., ¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada del mundo.
Si no voy me muero –murmuró, casi sin mover los labios.
Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la cabeza le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
—Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.
— Está en la cocina –le susurró en la oreja -. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: “Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo”. Rosaura, en cambio, no romepio nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: “¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
— ¿Y vos quién sos?
— Soy amiga de Luciana –dijo Rosaura.
— No –dijo la del moño-, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.
— Y a mí qué me importa –dijo Rosaura-, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas.
— ¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? –dijo la del moño, con una risita.
— Yo y Luciana hacemos los deberes juntas –dijo Rosaura, muy seria.
La del moño se encogió de hombros.
— Eso no es ser amigas -dijo-. ¿Vas al colegio con ella?
— No.
— ¿Y entonces de dónde la conocés? –dijo la del moño que empezaba a impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
— Soy la hija de la empleada –dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno de pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo. También le dijo que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.
— ¿Qué empleada? –dijo la del moño-. ¿Vende cosas en una tienda?
— No –dijo Rosaura con rabia-, mi mamá no vende nada, para que sepas.
— ¿Y entonces cómo es empleada? –dijo la del moño.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a ser las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
— Viste –le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la marcha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al delgado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido en feliz.
Pero faltaba lo mejor: lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero la torta: la señora Inés le había pedido que le ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.
Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy rato el mago: al mono lo llamaba socio. “A ver socio dé vuelta una carta”, le decía. No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo”.
La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer.
— ¿Al chico? –gritaron todos.
— ¡Al mono!- grito el mago.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.
— No hay que ser tan timorato, compañero –le dijo el mago al gordito.
— ¿qué es timorato? –dijo el gordito.
El mago giro la cabeza hacia uno otro lado, como para comprobar que no había espías.
— Cagón –dijo-. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
— A ver, la de los ojos de mora –dijo el mago. y todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer la mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la capa de Rosaura, dijo las palabras mágicas… y el mono apareció otra vez allí, lo más contento entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago el dijo:
— Muchas gracias señorita condesa
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó.
— Yo le ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”.
Fue bastante rato porque hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “¿Viste que no era mentira lo del mono?” Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
— Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: “Espérenme un momentito”.
Ahí la madre pareció preocupada.
— ¿Qué pasa? –le preguntó a Rosaura
— Y qué va a pasar –le dijo Rosaura-. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.
Le señalo al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabían bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo, porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía “Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?” Era su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo:
— Yo fui la mejor de la fiesta.
Y no habló más porque la señora Inés acababa de entraren el hall con una bolsa celes y una bolsa rosa.
Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.
Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la lleno de orgullo. Dijo:
— Qué hija que se mandó. Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento.
Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera.
En su mano aparecieron dos billetes.
— Esto te lo ganaste en buena ley –dijo extendiendo la mano-. Gracias por todo, querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio."Conciencia breve"IVÁN EGÜEZ
ESTA MAÑANA Claudia y yo salimos, como siempre, rumbo a nuestros empleos en el cochecito que mis padres nos regalaron hace diez años por nuestra boda. A poco sentí un cuerpo extraño junto a los pedales. ¿Una cartera? ¿Un...? De golpe recordé que anoche fui a dejar a María a casa y el besito candoroso de siempre en las mejillas senos corrió, sin pensarlo, a la comisura de los labios, al cuello, a los hombros, a la palanca de cambios, al corset, al asiento reclinable, en fin.
Estás distraído, me dijo Claudia cuando casi me paso el semáforo. Después siguió mascullando algo pero yo ya no la atendía. Me sudaban las manos y sentí que el pie, desesperadamente, quería transmitir el don del tacto a la suela de mi zapato para saber exactamente qué era aquello, para aprehenderlo sin que ella notara nada. Finalmente logré pasar el objeto desde el lado del acelerador hasta el lado del embrague. Lo empujé hacia la puerta con el ánimo de abrirla en forma sincronizada para botar eso a la calle. Pese a las maromas que hice, me fue imposible. Decidí entonces distraer a Claudia y tomar aquello con la mano para lanzarlo por la ventana. Pero Claudia estaba arrimada a su puerta, prácticamente virada hacia mí. Comencé a desesperar. Aumente la velocidad y a poco vi por el retrovisor un carro de la policía. Creí conveniente acelerar para separarme de la patrulla policial pues si veían que eso salía por la ventanilla podían imaginarse cualquier cosa.
-¿Por qué corres? me inquirió Claudia, al tiempo que se acomodaba de frente como quien empieza a presentir un choque. Vi que la policía quedaba atrás por lo menos con una cuadra. Entonces aprovechando que entrábamos al redondel le dije a Claudia saca la mano que voy a virar a la derecha. Mientras lo hizo, tomé el cuerpo extraño: era un zapato leve, de tirillas azules y alto cambrión. Sin pensar dos veces lo tiré por la ventanilla. Bordeé ufano el redondel, sentí ganas de gritar, de bajarme para aplaudirme, para festejar mi hazaña, pero me quedé helado viendo en el retrovisor nuevamente a la policía. Me pareció que se detenían, que recogían el zapata, que me hacían señas.
-¿Qué te pasa? me preguntó Claudia con su voz ingenua.
-No sé, le dije, esos chapas son capaces de todo.
Pero el patrullero curvó y yo seguí recto hacia el estacionamiento de la empresa donde trabajaba Claudia. Atrás de nosotros frenó un taxi haciendo chirriar los neumáticos. Era otra atrasada, una de esas que se terminan de maquillar en el taxi.
-Chao amor, me dijo Claudia, mientras con su piecito juguetón buscaba inútilmente su zapato de tirillas azules.
"El desafío" [1] Cuentos de autores peruanos
Mario Vargas Llosa
Con este cuento Vargas Llosa obtuvo en 1958el premio otorgado por laRevue Francaise
Estábamos bebiendo cerveza, como todos los sábados, cuando en la puerta del “Río Bar” apareció Leonidas; de inmediato notamos en su cara que ocurría algo.
—¿Qué pasa? —preguntó León.
Leonidas arrastró una silla y se sentó junto a nosotros.
—Me muero de sed.
Le serví un vaso hasta el borde y la espuma rebalsó sobre la mesa. Leonidas sopló lentamente y se quedó mirando, pensativo, cómo estallaban las burbujas. Luego bebió de un trago hasta la última gota.
—Justo va a pelear esta noche —dijo, con una voz rara.
Quedamos callados un momento. León bebió, Briceño encendió un cigarrillo.
—Me encargó que les avisara —agregó Leonidas. —Quiere que vayan.
Finalmente, Briceño preguntó:
—¿Cómo fue?
—Se encontraron esta tarde en Catacaos. —Leonidas limpió su frente con la mano y fustigó el aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo. —Ya se imaginan lo demás...
—Bueno —dijo León. Si tenían que pelear, mejor que sea así, con todas las de ley. No hay que alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace.
—Si —repitió Leonidas, con un aire ido.—Tal vez es mejor que sea así.
Las botellas habían quedado vacías. Corría brisa y, unos momentos antes, habíamos dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza. El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las parejas que habían buscado la penumbra del malecón comenzaban, también, a abandonar sus escondites. Por la puerta del “Río Bar” pasaba mucha gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que hablaban en voz alta y reían.
—Son casi las nueve —dijo León. —Mejor nos vamos.
Salimos.
—Bueno, muchachos —dijo Leonidas. —Gracias por la cerveza.—¿Va a ser en “La Balsa”, ¿no? —preguntó Briceño.
—Sí. A las once. Justo los esperará a las diez y media, aquí mismo.
El viejo hizo un gesto de despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía en las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario, que parecía custodiar la ciudad. Caminamos hacia la plaza. Estaba casi desierta. Junto al Hotel de Turistas, unos jóvenes discutían a gritos. Al pasar por su lado, descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonriendo. Era bonita y parecía divertirse.
—El Cojo lo va a matar —dijo, de pronto, Briceño.
—Cállate —dijo León.
—Nos separamos en la esquina de la iglesia. Caminé rápidamente hasta mi casa. No había nadie.
Me puse un overol y dos chompas y oculté la navaja en el bolsillo trasero del pantalón, envuelta en el pañuelo. Cuando salía, encontré a mi mujer que llegaba.
—¿Otra vez a la calle? —dijo ella.
—Sí. Tengo que arreglar un asunto.
El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresión que se había muerto.
—Tienes que levantarte temprano —insistió ella —¿Te has olvidado que trabajas los domingos?
—No te preocupes —dije. —Regreso en unos minutos
Caminé de vuelta hacia el “Río Bar” y me senté al mostrador. Pedí una cerveza y un sándwich, que no terminé: había perdido el apetito. Alguien me tocó el hombro. Era Moisés, el dueño del local.
—¿Es cierto lo de la pelea?
—Sí. Va ser en “La Balsa”. Mejor te callas.
—No necesito que me adviertas —dijo. —Lo supe hace rato. Lo siento por Justo pero, en realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha paciencia, ya sabemos.
—El Cojo es un asco de hombre.
—Era tu amigo antes... —comenzó a decir Moisés, pero se contuvo.
Alguien llamó desde la terraza y se alejó, pero a los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado.
—¿Quieres que yo vaya? —me preguntó.
—No. Con nosotros basta, gracias.
—Bueno. Avísame si puedo ayudar en algo. Justo es también mi amigo. —Tomó un trago de mi cerveza, sin pedirme permiso. —Anoche estuvo aquí el Cojo con su grupo. No hacía sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer añicos. Estuve rezando porque no se les ocurriera a ustedes darse una vuelta por acá.
—Hubiera querido verlo al Cojo —dije. —Cuando está furioso su cara es muy chistosa.
Moisés se río.
—Anoche parecía el diablo. Y es tan feo, este tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir náuseas.
Acabé la cerveza y salí a caminar por el malecón, pero regresé pronto. Desde la puerta del “Río Bar” vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que le subía por el cuello hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis pasos se volvió, descubriendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos decían que había sido un golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leonidas aseguraba que había nacido en el día de la inundación, y que esa mancha era el susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa).
—Acabo de llegar —dijo. —¿Qué es de los otros?
—Ya vienen. Deben estar en camino.
Justo me miró de frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy serio y volvió la cabeza.
—¿Cómo fue lo de esta tarde?
Encogió los hombros e hizo un ademán vago.
—Nos encontramos en el “Carro Hundido”. Yo que entraba a tomar un trago y me topo cara a cara con el Cojo y su gente. ¿Te das cuenta? Si no pasa el cura, ahí mismo me degüellan. Se me echaron encima como perros. Como perros rabiosos. Nos separó el cura.
—¿Eres muy hombre? —gritó el Cojo.
—Más que tú —gritó Justo.
—Quietos, bestias —decía el cura.
—¿En “La Balsa” esta noche entonces? —gritó el Cojo.
—Bueno —dijo Justo. —Eso fue todo.
La gente que estaba en el “Río Bar” había disminuido. Quedaban algunas personas en el mostrador, pero en la terraza sólo estábamos nosotros.
—He traído esto —dije, alcanzándole el pañuelo.
Justo abrió la navaja y la midió. La hoja tenía exactamente la dimensión de su mano, de la muñeca a las uñas. Luego sacó otra navaja de su bolsillo y comparó.
—Son iguales —dijo. —Me quedaré con la mía, nomás.
Pidió una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando.
No tengo hora —dijo Justo —Pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos.
A la altura del puente nos encontramos con Briceño y León. Saludaron a Justo, le estrecharon la mano.
—Hermanito —dijo León —Usted lo va a hacer trizas.
—De eso ni hablar —dijo Briceño. —El Cojo no tiene nada que hacer contigo.
Los dos tenían la misma ropa que antes, y parecían haberse puesto de acuerdo para mostrar delante de Justo seguridad, e incluso, cierta alegría.
—Bajemos por aquí —dijo León —Es más corto.
—No —dijo Justo. —Demos la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora.
Era extraño ese temor, porque siempre habíamos bajado al cause del río, descolgándonos por el tejido de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el minúsculo camino hacia el lecho del río, Briceño tropezó y lanzó una maldición. La arena estaba tibia y nuestros pies se hundían, como si andáramos sobre un mar de algodones. León miró detenidamente el cielo.
—Hay muchas nubes —dijo; —la luna no va a servir de mucho esta noche.
—Haremos fogatas —dijo Justo.
—¿Estas loco? —dije. —¿Quieres que venga la policía?
—Se puede arreglar —dijo Briceño sin convicción. —Se podría postergar el asunto hasta mañana. No van a pelear a oscuras.
Nadie contestó y Briceño no volvió a insistir.
—Ahí está “La Balsa” —dijo León.
En un tiempo, nadie sabía cuándo, había caído sobre el lecho del río un tronco de algarrobo tan enorme que cubría las tres cuartas partes del ancho del cauce. Era muy pesado y, cuando bajaba, el agua no conseguía levantarlo, sino arrastrarlo solamente unos metros, de modo que cada año, “La Balsa” se alejaba más de la ciudad. Nadie sabía tampoco quién le puso el nombre de “La Balsa”, pero así lo designaban todos.
—Ellos ya están ahí —dijo León.
Nos detuvimos a unos cinco metros de “La Balsa”. En el débil resplandor nocturno no distinguíamos las caras de quienes nos esperaban, sólo sus siluetas. Eran cinco. Las conté, tratando inútilmente de descubrir al Cojo.
—Anda tú —dijo Justo.
Avancé despacio hacia el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresión serena.
—¡Quieto! —gritó alguien. —¿Quién es?
—Julián —grité. —Julián Huertas. ¿Están ciegos?
A mi encuentro salió un pequeño bulto. Era el Chalupas.
—Ya nos íbamos —dijo. —Pensábamos que Justito había ido a la comisaría a pedir que lo cuidaran.
—Quiero entenderme con un hombre —grité, sin responderle. —No con este muñeco.
—¿Eres muy valiente? —preguntó el Chalupas, con voz descompuesta.
—¡Silencio! —dijo el Cojo. Se habían aproximado todos ellos y el Cojo se adelantó hacia mí. Era alto, mucho más que todos los presentes. En la penumbra, yo no lo podía ver; sólo imaginar su rostro acorazado por los granos, el color aceituna profundo de su piel lampiña, los agujeros diminutos de sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por los bultos oblongos de sus pómulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla triangular de iguana. El Cojo rengueaba del pie izquierdo; decían que en esa pierna tenía una cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía. Pero nadie se la había visto.
—¿Por qué has traído a Leonidas? —dijo el Cojo, con voz ronca.
—¿A Leonidas? ¿Quién ha traído a Leonidas?
El cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo había estado unos metros más allá, sobre la arena, y al oír que lo nombraban se acercó.
—¡Qué pasa conmigo! —dijo. Mirando al Cojo fijamente. —No necesito que me traigan, He venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estas buscando pretextos para no pelear, dilo.
El Cojo vaciló antes de responder. Pensé que iba a insultarlo y, rápido, llevé mi mano al bolsillo trasero.
—No se meta, viejo —dijo el Cojo amablemente. —No voy a pelearme con usted.
—No creas que estoy tan viejo —dijo Leonidas. —He revolcado a muchos que eran mejores que tú.
—Está bien, viejo —dijo el Cojo. —Le creo. —Se dirigió a mí: —¿Están listos?
—Sí. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos.
El Cojo se rió.
—Tú bien sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes.
Uno de los que estaban detrás del Cojo, se rió también. El Cojo me extendió algo. Estiré la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la había tomado del filo; sentí un pequeño rasguño en la palma y un estremecimiento, el metal parecía un trozo se hielo.
—¿Tienes fósforos, viejo?
Leonidas prendió un fósforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela le lamió las uñas.
A la frágil luz de la llama examiné minuciosamente la navaja, la medí a lo ancho y a lo largo, comprobé su filo y su peso.
—Está bien —dije.
Chunga caminó entre Leonidas y yo. Cuando llegamos entre los otros, Briceño estaba fumando; y a cada chupada que daba resplandecían instantáneamente los rostros de Justo, impasible, con los labios apretados; de León, que masticaba algo, tal vez una brizna de hierba; y del propio Briceño, que sudaba.
—¿Quién le dijo a usted que viniera? —preguntó Justo, severamente.
—Nadie me dijo. —afirmó Leonidas, en voz alta. —Vine porque quise. ¿Va usted a tomarme cuentas?
Justo no contestó. Le hice una señal y le mostré a Chunga, que había quedado un poco retrasado. Justo sacó su navaja y la arrojó. El arma cayó en algún lugar del cuerpo de Chunga y éste se encogió.
—Perdón —dije, palpando la arena en busca de la navaja. —Se me escapó. Aquí está.
—Las gracias se te van a quitar pronto —dijo Chunga.
Luego, como había hecho yo, al resplandor de un fósforo pasó sus dedos sobre la hoja, nos la devolvió sin decir nada, y regresó caminando a trancos largos hacia “La Balsa”. Estuvimos unos minutos en silencio, aspirando el perfume de los algodonales cercanos, que una brisa cálida arrastraba en dirección al puente. Detrás de nosotros, a los dos costados del cause, se veían las luces vacilantes de la ciudad. El silencio era casi absoluto; a veces, lo quebraban bruscamente ladridos o rebuznos.
—¡Listos! —exclamó una voz, del otro lado.
—¡Listos! —grité yo.
En el bloque de hombres que estaba junto a “La Balsa” hubo movimientos y murmullos; luego, una sombra rengueante se deslizó hasta el centro del terreno que limitábamos los dos grupos. Allí, vi al Cojo tantear el suelo con los pies; comprobaba si había piedras, huecos. Busqué a Justo con la vista; León y Briceño habían pasado sus brazos sobre sus hombros. Justo se desprendió rápidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonrió. Le extendí la mano. Comenzó a alejarse, pero Leonidas dio un salto y lo tomó de los hombros. El Viejo se sacó una manta que llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado.
—No te le acerques ni un momento. —El viejo hablaba despacio, con voz levemente temblorosa. —Siempre de lejos. Báilalo hasta que se agote. Sobre todo cuidado con el estómago y la cara. Ten el brazo siempre estirado. Agáchate, pisa firme... Ya, vaya, pórtese como un hombre...
Justo escuchó a Leonidas con la cabeza baja. Creí que iba a abrazarlo, pero se limitó a hacer un gesto brusco. Arrancó la manta de las manos del viejo de un tirón y se la envolvió en el brazo.
Después se alejó; caminaba sobre la arena a pasos firmes, con la cabeza levantada. En su mano derecha, mientras se distanciaba de nosotros, el breve trozo de metal despedía reflejos.
Justo se detuvo a dos metros del Cojo.
Quedaron unos instantes inmóviles, en silencio, diciéndose seguramente con los ojos cuánto se odiaban, observándose, los músculos tensos bajo la ropa, la mano derecha aplastada con ira en las navajas. De lejos, semiocultos por la oscuridad tibia de la noche, no parecían dos hombres que se aprestaban a pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de dos jóvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la arena. Casi simultáneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando, comenzaron a moverse. Quizá el primero fue Justo; un segundo antes, inició sobre el sitio un balanceo lentísimo, que ascendía desde las rodillas hasta los hombros, y el Cojo lo imitó, meciéndose también, sin apartar los pies. Sus posturas eran idénticas; el brazo derecho adelante, levemente doblado con el codo hacia fuera, la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el brazo izquierdo, envuelto por las mantas, desproporcionado, gigante, cruzado como un escudo a la altura del rostro. Al principio sólo sus cuerpos se movían, sus cabezas, sus pies y sus manos permanecían fijos. Imperceptiblemente, los dos habían ido inclinándose, extendiendo la espalda, las piernas en flexión, como para lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de pronto un salto hacia delante, su brazo describió un círculo veloz. El trazo en el vacío del arma, que rozó a Justo, sin herirlo, estaba aún inconcluso cuando éste, que era rápido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tejía un cerco en torno del otro, deslizándose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez más intenso. El Cojo giraba sobre el sitio. Se había encogido más, y en tanto daba vueltas sobre sí mismo, siguiendo la dirección de su adversario, lo perseguía con la mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De improviso, Justo se plantó; lo vimos caer sobro el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio en un segundo, como un muñeco de resortes.
—Ya está —murmuró Briceño. —Lo rasgó.
—En el hombro —dijo Leonidas. —Pero apenas.
Sin haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba su danza, mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abría y cerraba la guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil, tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo. Quería marearlo, pero el Cojo tenía experiencia y recursos. Rompió el círculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo a detenerse y a seguirlo. Este lo perseguía a pasos muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba de su brazo; el Cojo huía arrastrando los pies, agachado hasta casi tocar la arena sus rodillas. Justo estiró dos veces el brazo, y las dos halló sólo el vacío. “No te acerques tanto”, dijo Leonidas, junto a mí, en voz tan baja que sólo yo podía oírlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y ancha que se había empequeñecido, replegándose sobre sí mismo como una oruga, recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de la vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve, el primero que oíamos durante el combate, parecido a un eructo. Un instante después surgió a un costado de la sombra gigantesca, otra, más delgada y esbelta, que de dos saltos volvió a levantar una muralla invisible entre los luchadores. Esta vez comenzó a girar el Cojo; movía su pie derecho y arrastraba el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra y leyeran sobre la piel de Justo lo que había ocurrido en esos tres segundos, cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo. “¡Sal de ahí!”, dijo Leonidas muy despacio. “¿Por qué demonios peleas tan cerca?”. Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera llevado ese mensaje secreto, Justo comenzó también a brincar igual que el Cojo. Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la defensa con la velocidad de los relámpagos, pero los amagos no sorprendían a ninguno: al movimiento rápido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante, quebrarle la guardia, respondía el otro, automáticamente, levantando el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no podía ver las caras, pero cerraba los ojos y las veía, mejor que si estuviera en medio de ellos: el Cojo, transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes tras los párpados, su piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca agitadas, con un temblor inverosímil; y Justo con su máscara habitual de desprecio, acentuada por la cólera, y sus labios húmedos de exasperación y fatiga. Abrí los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse alocado, ciegamente sobre el otro, dándole todas las ventajas, ofreciendo su rostro, descubriendo absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia elevaron su cuerpo, lo mantuvieron extrañamente en el aire, recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La salvaje explosión debió sorprender al Cojo que, por un tiempo brevísimo, quedó indeciso y, cuando se inclinó, alargando su brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la brillante hoja que perseguimos alucinados, supimos que el gesto de locura de Justo no había sido inútil del todo. Con el choque, la noche que nos envolvía se pobló de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como chispas de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir quién era quién, sin saber de que brazo partían esos golpes, qué garganta profería esos rugidos que se sucedían como ecos, vimos muchas veces, en el aire, temblando hacia el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados, las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o vibrar en la noche, como en un espectáculo de magia.
Debimos estar anhelantes y ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez palabras incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió, cortada en el centro de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron despedidos, como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes. “Hay que pararlos, dijo la voz de León. Ya basta”. Pero antes que intentáramos movernos, el Cojo había abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la embestida y ambos rodaron por el suelo. Se retorcían sobre la arena, revolviéndose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos. Esta vez la lucha fue breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del río, como durmiendo. Me aprestaba a correr hacia ellos cuando, quizá adivinando mi intención, alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído, cimbreándose peor que un borracho. Era el Cojo.
En el forcejeo, habían perdido hasta las mantas, que reposaban un poco más allá, semejando una piedra de muchos vértices. “Vamos”, dijo León. Pero esta vez también ocurrió algo que nos mantuvo inmóviles. Justo se incorporaba, difícilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubriendo la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una visión horrible. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se tambaleaba. No había apartado su brazo de la cara. Escuchamos entonces, una voz que todos conocíamos, pero que no hubiéramos reconocido esta vez si nos hubiera tomado de sorpresa en las tinieblas.
—¡Julián! —grito el Cojo. —¡Dile que se rinda!
Me volví a mirar a Leonidas, pero encontré atravesado el rostro de León: observaba la escena con expresión atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras del Cojo, Justo, sin duda, apartó su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debió arrojarse sobre el enemigo extrayendo las últimas fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se libró fácilmente de esa acometida sentimental e inútil, saltando hacia atrás:
—¡Don Leonidas! —gritó de nuevo con acento furioso e implorante. —¡Dígale que se rinda!
—¡Calla y pelea! —bramó Leonidas, sin vacilar.
Justo había intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leonidas, que era viejo y había visto muchas peleas en su vida, sabíamos que no había nada que hacer ya, que su brazo no tenía vigor ni siquiera para rasguñar la piel aceitunada del Cojo. Con la angustia que nacía de lo más hondo, subía hasta la boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándose, los vimos forcejear en cámara lenta todavía un momento, hasta que la sombra se fragmentó una vez más: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yacía Justo, el Cojo se había retirado hacia los suyos y, todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar. Junté mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hundía a ratos en el cuerpo flácido, mojado y frío, de malagua varada. Briceño y León se quitaron sus sacos, lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqué la manta de Leonidas, que estaba unos pasos más allá, y con ella le cubrí la cara, a tientas, sin mirar. Luego, entre los tres lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando los pasos, en dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos llevaría a la ciudad. —No llore, viejo —dijo León. —No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras.
Leonidas no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo.
A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunté.
—¿Lo llevamos a su casa, don Leonidas?
—Sí —dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le decía.